lunes, 28 de marzo de 2011

Tratame bien

Estoy sentado en el balcón del departamento de Guada mientras comemos comida china que compramos en un local que es una joyita de la ciudad: la Cantina de Chinatown, sito en Arribeños y Mendoza, en el barrio chino. Es una tarde de verano lindísima. Hay un alerta amarillo porque el calor está un poco pesado hace días. Sin embargo, acá, a veinte metros de altura, corre un vientito muy refrescante. Como este edificio se hizo en una época donde se había flexibilizado una normativa de construcción que después se volvió a enrigidecer, estamos mucho más alto que todos los edificios y casas contiguas, de varias manzanas a la redonda.

Desde el balcón se escucha todo. Casi como quien no quiere, podés entrar disimuladamente en la intimidad de cualquier vecino de Coghlan. A veces le doy rienda a mi curiosidad y disfruto haciendo algo que nunca hago en mi propia casa: me siento a escuchar la vida del barrio (¿será acaso algún tipo de sublimación de un voyeurismo superado?).

Pasa el tren. Alguien toca bocina. Suena el parlante del estacionamiento del gobierno de la ciudad donde se "guardan" esas típicas camionetitas amarillas que de día deambulan por la ciudad atendiendo diferentes necesidades. Veo como un vecino riega su jardín y como otro juega y baila con sus hijos. Una señora excedida de peso intenta, supongo que inútilmente -porque hace ya dos años y medio que la veo repetir esta rutina-, hacer unas abdominales en el patio de su casa. Ladra un perro. Veo que en la plaza algunos chicos toman mate y varios alumnos que salen de la sede del CBC caminan los treinta metros que los separan de la estación. La vida transcurre en cámara lenta. En Coghlan, no pasa nada. Y ahí está lo más lindo del barrio. (Nota: si están pensando en comprar algo barato, en un barrio con perfil bajo, súper tranquilo, tradicional, hecho así entre medio de "a la inglesa" y "a lo italiano", que tiene su potencial fashion, con excelente acceso a la Panamericana y a la General Paz, con casas bajas, árboles, adoquines y demás atractivos, consideren a Coghlan como la opción número uno. Si yo tuviera la plata, no lo dudaría.)

Les contaba. La tarde se hizo tardenoche mientras disfruto de este ritual. Un sorbo de cerveza bien fría me da una sensación de difícil descripción, pero créanme que inigualable. Cierro los ojos y los abro mientras vuelvo a enfocar mi vista miope en este lugar que aprendí a querer tanto. De repente, un grito. Una mujer. Otro grito, un hombre. La discusión se había convertido en pelea y la pelea en amenazas. Es que sí, cuando uno se mete en la vida de un barrio, conoce la vida de un barrio. Y la vida nunca, pero nunca, es color de rosas. Es vida y ya, con sus luces y sus sombras. "Hace días que se vienen gritando así" - me comenta Guada, mientras pienso dos cosas: primero, "no me sorprende que comparta mi pasión de voyeurismo sublimado, es apasionante". Segundo, "qué feo debe ser tener una convivencia tan conflictiva". Los gritos siguen. Se escuchan malas palabras, palabras que no escuchaba hace un tiempo (y eso que entre el trabajo en colegios y los años de rugby, he escuchado muchas, muchas guarangadas). Lo más fuerte es escuchar las palabras que uno mismo, distraídamente, a veces dice, pero pronunciadas y sentidas desde la boca del estómago, como queriendo significar lo que realmente significan.

Silencio.

"El otro día me parece que la golpeó" - me confiesa Guada. "¿Me estás jodiendo?" - le pregunto indignado, pero también sorprendido. "No sé, me pareció, pero viste que no se entiende bien". Y es verdad, no se entiende bien. Y a veces no queremos entender. Y si entendemos, no nos queremos meter. Pero si no nos metemos, sigue todo igual. Supongo que debe ser extraño llamar al 911 y denunciar una golpiza que nadie vio, en una casa que, desde acá arriba, no podemos distinguir.

Pienso en ese hombre, ¿cómo se llega a golpear a alguien? Corrijo, no a alguien, a la mujer que amás. Sin dudas, es consecuencia de una frustración que supera. Es no poder dialogar. No ser comprendido. No encontrar respuesta. Es impotencia. Desesperación. Es inestabilidad e imposibilidad de ser lógico.

Pienso en esa mujer, qué humillante debe ser que la persona que querés te golpee. La confianza destruida. El dolor de sentirte culpable por algo de lo que no sos responsable. Quizás fuiste agresiva, maleducada, cruel, tonta, hiriente, malintencionada o lo que creas que hayas sido, pero nunca (nunca es nunca) te "merecés" una agresión así. Tenemos miles de errores, los humanos digo, pero nada amerita que nos agredan así y nada justifica (que significa "hacer justo") ser así de agresivo (y de pelotudo).

Pienso en esa pareja, un sopapo debe romper todo. O mucho. Y sanar algo así, un trabajo que cuesta tiempo y, esperemos que nunca literalmente, poner la otra mejilla. Hace falta mucha generosidad para perdonar algo así. O quizás no sea generosidad, sino ingenuidad.

El silencio se hizo pesado y denso. Hoy no disfruto de mi curiosidad ni de mi voyeurismo sublimado. Estoy un poco triste. La miro a Guada mientras habla por teléfono y me imagino si alguna vez llegaremos a una situación de agresión análoga. El sólo pensarlo me amarga el resto de la noche. Dejo la cerveza. No es momento de que el alcohol potencie ningún otro sentimiento. Me acuesto en la cama mientras escucho en la tele una canción de Fito que me da vueltas en la cabeza y cuya letra dialoga y discute, armónica y educadamente, con todas estas experiencias.


Lección de marketing número uno:

 - Vincule su producto a una necesidad humana fundamental -


"Tratame bien" fue el título de un unitario que salía por canal Trece y es el nombre de una canción que Fito compuso especialmente para esa serie. Y les fue muy bien. Porque todos necesitamos ser respetados. Esa es una necesidad humana fundamental. No importa de dónde seamos, en qué creamos, cuál sea nuestro estado civil, nuestro sexo, nuestra edad, nuestra clase social, nuestro nivel de instrucción, nuestra cultura. Todos necesitamos ser respetados. Siempre.

Por eso, "tratame bien" es la expresión de un deseo que forma parte de la naturaleza humana.

"Tratame bien" es un límite. No te puedo tratar de cualquier manera. No puedo ser hirientemente irónico. No puedo ser cruel ni agresivo. No puedo decirte algunas cosas. No debo. Porque te respeto.

"Tratame bien" significa que te tengo que escuchar. No que tengo que hacer silencio para esperar el momento para volver a hablar. Te tengo que tratar de entender, no tengo que pensar qué voy a responderte cuando sea mi turno. Tengo que desarrollar un sentimiento de empatía y, por un rato, intentar sentir como sentís vos. Por más que haya un abismo hermenéutico entre los dos, siempre tratame bien.

"Tratame bien" es un derecho. Todos merecemos ser bien tratados. No importa qué hayamos hecho ni que tan monstruosos podamos llegar a ser. Ese respeto se desprende de lo que somos. Y antes que ser brutales, somos seres humanos. Por eso, todos (todos es todos) merecemos ser respetados.

"Tratame bien" es un deber. Porque los deberes son la otra cara de los derechos. Y no importa cuánto te desprecie, cuán enojado esté, cuánto me haya dolido lo que dijiste o lo que pasó. No importa. Porque nada justifica que te trate mal. A pesar de todo, sos una persona. Siempre.

"Tratame bien" es una necesidad. Necesito ser bien tratado, vos necesitás que yo te respete. Podemos tolerar cierto nivel de maltrato, pero, tarde o temprano, si alguien empuja demasiado el límite, nos encuentra.

"Tratame bien" es la base para cualquier tipo de comunicación fructífera. Es lo más básico y elemental. Es absolutamente necesario. No hay verdadero diálogo sin respeto mutuo. Más allá de las diferencias, de las distintas maneras de entender las cosas, de ver el mundo, de pensar: primero, tratame bien.

"Tratame bien" es obvio. No hay que explicarlo tanto. Todos sabemos que queremos ser bien tratados. Lo necesitamos.

Sin embargo, no nos tratamos bien. No siempre.

Agarro el auto y me quieren pasar por arriba. En la autopista, en una esquina, un colectivo, una moto, otro conductor. Si freno porque cambia la luz, siento tu frenazo en la nuca. Si aminoro la velocidad porque la barrera del tren está cerrando, me tocás bocina. Si voy a 130 kilómetros por hora (que es la máxima velocidad permitida en una autopista) pero a vos no te parece suficiente, me pegás el auto mientras me hacés luces.

El colectivero no me devuelve el saludo. Hago un trámite y no me mirás. Me cortaste el teléfono. El auto de la autopista me sigue haciendo luces y, cuando pongo el guiño y empiezo a cambiar de carril, me pasa muy cerca, peligrosamente cerca. Al final, llega sólo dos minutos antes que yo a su destino. Dos minutos. A mí el susto y la bronca me duran mucho más que dos minutos. Dale, tratame bien.

Te hacés el dormido cuando entra la embarazada al vagón. Ni que hablar de una que está de tres o cuatro meses. Quizás le preguntás si está embarazada o, incluso, dónde está el cartel que indica que ese asiento es para ella y no para vos. Quizás ese cartel está en tu conciencia. Tratala bien. Y, por favor, aprende a callarte la boca.

Y a veces yo mismo respondo mal, prejuzgo, me enojo y soy cruel. Grito, insulto, hiero. Soy humano, sí. Pero ellos, ella, él y vos también son humanos. Y sólo por eso, se merecen que nunca los trate mal. Ser falible no es una excusa válida. Es cierto: no se puede vivir bien con todo el mundo, sería injusto reclamarnos y exigirnos eso, pero se lo puede postular como proyecto y meta. Y, ojalá, hacia allá apuntemos. Se trata de bajar las defensas, de aprender a tolerar, de ser pacientes. También de hacernos respetar, sí, pero educadamente. De no gritarnos, de no pensar siempre tan mal, de dejar hablar y, mejor aún, de escucharnos y ser empáticos. Tampoco es tanto eh. Es proponernos ser un poco mejores.

Sueño con un mundo donde todos, de a poco, aprendamos a tratarnos mejor. Porque si no nos tratamos bien, nos hacemos mal. Quizás, así, vivamos más tranquilos y, seguro, más contentos.

No hay tanto para decir, esta entrada ya fue innecesariamente larga porque el tema es demasiado obvio. Simplemente es un idea que vale la pena recordar de vez en cuando.



domingo, 20 de marzo de 2011

La última historia de Ramón, el historiador

(Esta entrada no es una reflexión sobre ningún tema. Tangencialmente, se relaciona con el tema de Religión y sexo propuesto en una entrada anterior y vuelve sobre el tema de la Iglesia y el sida. Pero tangencialmente, no más que eso. Porque es simplemente una historia. Una historia real y un poco triste. Nada más).


Hay lugares donde las historias cobran otra dimensión y tienen otro peso y otro sentido. Betania es uno de esos lugares.


Betania es un hogar que recibe personas enfermas de sida y que queda en Benavidez. Lo fundaron las misioneras de la caridad, que son las monjas de la orden de la madre Teresa.

Desde el Club Newman llegás a Betania en diez minutos. Queda sobre la calle Sarmiento, pasando el cementerio, a mano derecha.

Tiene un jardín grande y dos casas. Como suponen, son residencias simples y sin ningún lujo, pero dignas. Una, donde viven las monjas. Otra, donde viven los enfermos. Cada casa tiene, además de los baños, una capilla, un comedor y una cocina.

El régimen de la orden religiosa es duro. Una vez que las hermanas forman parte de la orden se van de su país de nacimiento por diez años. Las mueven regularmente de destino cada dos o tres años. A los diez años, vuelven durante un mes a visitar a su familia. Terminado el mes, otros diez años sirviendo a los pobres por el mundo. Y así. La mayoría de las monjas emanan paz, sencillez y alegría. Fueron capaces de llevar adelante un desprendimiento que es duro, pero que se nota que santifica. Las que llegué a conocer eran muy simpáticas y de nacionalidades un tanto exóticas: nigerianas, indias, bengalíes, junto con paraguayas, españolas, alemanas, etc.

Ni bien entrás a Betania sentís que estás en un lugar diferente. El tiempo corre con otro ritmo y se respira otro aire.

Las personas que son recibidas en el hogar son enfermos de sida que llegan, en general, en un estado casi terminal. La casa empezó a funcionar como hospicio, pero es un hecho que muchos de los enfermos sólo necesitan medicación y alguien que los atienda, por lo que lo más habitual es que a las tres o cuatro semanas seas testigo de una resurrección "natural". Engordan, empiezan a hablar, sonríen, interactúan. Muchos se revitalizan de tal manera que vuelven a ser personas activas y emprendedoras. Comparado con el estado en el cual llegan, créanme que es un milagro. No todos sobreviven, pero la mayoría sí. Betania es el lugar de los que, literalmente, "no tienen ni dónde caer muertos". Van a morir ahí porque no pueden seguir manteniéndolos en los hospitales; porque no pueden recibirlos en sus hogares -en algunos casos, porque no quieren recibirlos- o porque, simplemente, no tienen otro hogar que este hogar de monjas.

Un tema complicado respecto a esta enfermedad en particular es que cada paciente necesita un "cóctel" de medicamentos particular. Y encontrar la medida justa no es la tarea más simple del tratamiento. Como en todo, encontrar el justo medio toma trabajo y tiempo. El exceso y el defecto de medicación tienen efectos negativos sobre la salud de una persona. Los enfermos, hasta encontrar una dosis, sufren.

Empecé acompañando a mamá, quien se había ofrecido como voluntaria para ir a cocinar una o dos veces a la semana. Iba con una amiga y se habían dividido el trabajo de preparar la comida junto con otros cinco o seis voluntarios.

Admito que, al principio, me sentía incómodo y nervioso. En la casa sólo hay hombres. Muchos de ellos son homosexuales, otros tantos ex adictos. A los diecinueve años, cuando empecé a ir a Betania, homosexualidad y drogadicción eran dos temas tabú, de los que no sabía mucho. Personalmente, exceptuando a la gente que conocí allí, no conocía a ninguna otra persona ni homosexual ni que haya sido drogadicta.

Durante varias semanas me limité a darle una mano a "las señoras" en la cocina. Todo lo que aprendí en esa época, lo olvidé rapidísimo. La cocina no es mi fuerte. Prefiero el comedor. Y dicho y hecho. "Falta uno para el truco pibe, ¿querés jugar? Podés salir de la cocina si querés eh, acá ya atamos a los que muerden" - me dijo uno de los muchachos, mientras reía. "Bueno, dale, ¿se apuesta o las monjas no te dejan?" retruqué, para ponerle un poco de picante al asunto. Y así fue como, casi sin darme cuenta, empecé a relacionarme con todos los hombres de la casa.

Y sí, algunos de los muchachos me daban unos besos de bienvenida un poco más cariñosos de lo que yo hubiese preferido, pero, exceptuando los momentos de saludo y despedida, la pasaba realmente bien. Algunos me contaban historias increíbles. Otros, alguna anécdota personal. Chistes, siempre. Las historias de vida de los muchachos eran más entretenidas que una película de acción. Cuentos que, para mí, eran de otro mundo. Boliches, fiestas, "viajes", sexo. Nadie, nunca, me dijo que no se había expuesto al riesgo de enfermarse. Tenían noción de que una vida de exceso implica riesgos y pocos se arrepentían de haber vivido su vida como lo habían hecho. Con la frescura típica de alguien que no mide del todo el peso de sus palabras, se me solían escapar expresiones como: "bueno, jodete, con la joda que tuviste". Ellos se reían, yo también.

Al tiempo entró un ex camionero, con quien solíamos tocar la guitarra y hablar de Los Redondos y los Stones. No me voy a olvidar de un día en que las monjas preparaban la casa para una fiesta religiosa y los muchachos disfrazaban las imágenes de santos y María´s y "Jesuses". Las monjas, que con ellos a veces tenían que ser estrictas (no es fácil ser mujer, extranjera y llevar la batuta en una casa con treinta hombres acostumbrados a vivir a su manera), no podían parar de reírse.

Con los meses aprendí a tener una buena relación sabiendo mantener una sana distancia. No por el miedo al potencial "beso de despedida", sino porque de vez en cuando pasaba que, al llegar, alguno de los muchachos no estuviera. Y eso era doloroso y triste. Más para un adolescente que sólo había perdido un abuelo y dos perros en toda su vida. La muerte me parecía (y claro que me sigue pareciendo) un misterio doloroso.

Entre guitarras, charlas, chistes y trucos, tengo que admitir que ir a Betania era un gran programa de martes al mediodía. Nunca hablé mucho de esta experiencia, que me guardé para mí en gran medida. No sé si fue egoísmo, no sé, pero necesitaba mantenerlo para mí y eso hacía.

Hay muchas anécdotas para relatar, algunas divertidas, otras no tanto. Betania es un universo de historias por develar y descubrir.

Caminando por uno de los pasillos de la casa, una de las hermanas me pidió que le diera una mano. Estaba dentro de uno de los cuartos, lugar al que nunca había entrado. Es que en los cuartos estaban los enfermos que más sufrían y que estaban cerca de la muerte, por lo que no era el lugar que más frecuentaba. La hermana le estaba cambiando los vendajes a un hombre que tendría unos cuarenta años. "Pasame esa botellita con alcohol Santi". Obedecí rápidamente. Me quería ir. Estaba incómodo. Al entrar, recordé porqué no frecuentaba los cuartos del hogar. "¿Algo más hermana?" - pregunté, haciendo obvia mi intención. "Me podés dar algo de charla" - dijo el hombre, con una voz que me sorprendió por su entereza. Así, lo conocí a Ramón.

Había estado casado. Había estudiado una carrera universitaria. Trabajaba en colegios y en la universidad. Amaba contar historias y educar. A diferencia de las otras personas que había conocido en el hogar, me podía identificar con Ramón. Ramón podría haber sido yo y yo podría haber sido Ramón. Me unió un fuerte sentimiento de empatía. Y de ahí en más, semana tras semana, me reservaba, por lo menos, media hora para charlar con él.

Mamá estaba embaraza de Pedro, motivo por el cual el médico le había prohibido estrictamente seguir yendo al hogar. Es que, lamentablemente, el sida baja las defensas del cuerpo y los muchachos solían enfermarse de muchas cosas. Para una mujer embarazada, un hogar de enfermos de sida no es el lugar de voluntariado ideal. Por un tiempo mamá no obedeció, tiempo en el cual fui conociendo más a Ramón, que era historiador, y como tal, me contó la triste historia de su vida. Ninguno de los dos sabía que esa iba a ser, también, la última historia que iba a contar.

Me contó sobre su infancia y su adolescencia. Sobre las cosas que le gustaba hacer. Sobre el río. Me habló sobre sus padres, con ternura. Los había perdido durante su adolescencia y adultez. Me contó sobre el día en que se casó. Hijo único, su mujer era su familia y su mundo. Como yo no soy historiador, no puedo recordar muchos de los detalles de esta historia en particular. Aunque recuerdo aquellas partes que más me impactaron.

Un día se empezó a sentir mareado. Estaba cansado y decidió hacerse unos estudios de rutina. El médico lo llamó por teléfono, le dijo que no tenía que buscar los análisis por el laboratorio porque él ya los tenía en el consultorio. "Qué buen servicio el de esta prepaga" - pensó. Pero el médíco tenía la peor noticia. Había que hacer otro examen porque no estaba claro el resultado del HIV. "Es imposible Dr., no recibí transfusiones, no me drogo, estoy casado. No se preocupe, debe ser un problema del laboratorio". El resultado del segundo análisis lo devastó. "¿Hace cuánto estoy enfermo Dr.?" Estaba desesperado. Llamó a su mujer, lloró. Le prometió que nunca le había sido infiel, que no encontraba explicación para esta situación. Ella también lloró. Y confesó. Había tenido una aventura. No se había cuidado. Cuando se enteró, ya era tarde. El contagio era imposible de evitar. Doble dolor, doble golpe, doble humillación. Estar enfermo de sida es igual a aprender a convivir con la estigmatización social. Estar enfermo de sida y no tener la menor responsabilidad respecto a la causa del contagio, hace que las cosas sean doblemente injustas. Se divorciaron en poco tiempo.

Durante el divorcio, vendieron el departamento que les había costado una vida de trabajo y dividieron los bienes. Contrariamente a lo que uno podría pensar, la mujer no cedió en nada y Ramón, más angustiado que otra cosa, tenía el "sí fácil". La división no fue muy equitativa.

"Así es la vida Santi, de un día para el otro estaba solo, enfermo y triste". Fue la primera vez que lloré en el hogar. Se me escaparon unas lágrimas. El sentimiento de empatía se reforzó con la bronca que sentimos frente a una injusticia. No era justo. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene algo así?

Yo llevaba la guitarra. Él mencionaba cantautores cuyas canciones yo nunca sabía: Horacio Guaraní, Silvio Rodríguez y León Gieco eran sus preferidos. "No Ramón, una de los Redondos si querés". No entendía cómo no aprendía los acordes de las canciones de sus músicos preferidos. "Músicos comprometidos con las causas sociales" - me solía decir, intentando convencerme inútilmente.

Había estudiado en la UBA y, como todo historiador formado en la UBA, tenia muchas expectativas puestas en el sistema médico cubano. "El mejor del mundo" - pensaba. Y se fue a Cuba a hacer un tratamiento experimental. El sida no tiene cura, pero... No hay nada más fuerte que la ilusión en quien ya no tiene motivos para la esperanza. Tenía algunos miles de dólares que le quedaban de la venta de departamento y le pareció que no había mejor destino que invertirlos en esta posibilidad. Le hicieron un examen y otro. Transfusiones, estudios, charlas con médicos. Así, pasaron los meses y se fue agotando la plata. Cuando se quedó tan pobre como el resto de los cubanos, le explicaron que su situación era irreversible y que el tratamiento no había funcionado. Solo, enfermo, triste y quebrado. Llegó a Buenos Aires y, como todos los otros muchachos de la casa, "no tenía ni dónde caer muerto". Terminó en Betania.

"De todas las historias que conté en mi vida, y creeme que me sé la vida de muchos, la mía me parece la más triste". Esos comentarios me dolían. "Dale Ramón, ya vas a salir adelante, no seas amargo" - era mi intento de aliento. Es que a veces no hay mucho para decir. Ramón no había tenido ningún hijo, "ahora me doy cuenta lo pavo que fui, ahora que voy a dejar este mundo y que ya no permanezco". La sed de eternidad se manifiesta de muchas maneras, ¿no? Así fue como decidí escribir esta entrada, para no recordarte solo y para que tu vida no sea una historia más que se muere con el tiempo. "Qué ironía sería que fueras historiador y no tuvieras una buena historia para contar" - le decía yo. Ramón, moribundo, sonreía.

Su situación era complicada. Tosía. Tenía catarros. Estaba mal. Nunca hablamos de los detalles de las enfermedades que sus defensas bajas no combatían. No hacía falta. Su deterioro era evidente e inevitable.

Papá habló con mamá, decidieron no poner en riesgo el embarazo y ella ya no iba a venir más.

La última vez que fui al hogar, saludé a "Chuky", un chico en silla de ruedas que tenía ese apodo por las maldades que solía hacer por ahí, y apuré el paso en dirección al cuarto de Ramón. "No te apures grandote, que no te espera nadie hoy" - dijo Chuky. Y remató: "Ramón se te fue". "Otra de tus maldades petiso loco" - le dije sonriendo. No le creí porque Chuky había "matado" a Ramon varias veces antes, disfrutando mi cara de sorpresa y decepción. Siempre me sonreía y largaba una carcajada que realmente me hacía acordar a ese muñeco endemoniado de las películas de sábado a la noche. Pero esta vez no tenía la cara de pícaro que lo caracterizaba. Estaba serio. Bajé la cabeza porque había entendido todo. Entré al cuarto y vi la cama vacía. Más dolorosa que la muerte es la ausencia. Y no hay mejor signo de la falta que una cama que ya no carga a quien extrañás.

Se había ido.

De todas las historias que escuché en mi vida, la de Ramón me sigue pareciendo la más triste y, sobre todo, la más injusta. Un Job de la postmodernidad.

Su última gran lección fue que no todas las historias tienen final feliz. Que en esta vida hay cosas que son injustas y que los buenos, haciendo las cosas bien, también sufren. Me dolió su partida. Me sentí solo. Me había comprometido y había correspondido su apertura con amistad y presencia. Así, fue la primera vez que perdí a alguien que quería "de grande".

No murió solo. Las hermanas, como siempre, cumplieron santamente con su interminable vocación de servicio. "Murió en paz" - me aseguraron. Y yo, todavía hoy, les creo. Les quiero creer.

Un par de hermanas (no monjas, sino hermanas de sangre, que eran voluntarias y que habían perdido a un hermano enfermo de sida) me insistieron para que siguiera yendo. Intentaron "sobornarme" regalándome unos cd´s de Bob Marley que todavía conservo. Que estar con gente joven les hace bien. Que te necesitan y no se cuántas otras cosas. "Quedense tranquilas, ya voy a volver" - mentí.

Nunca, nunca más volví. El embarazo de mamá fue una buena excusa. Nada más que eso, una buena excusa.

El año pasado trabajé en dos colegios en General Pacheco. Pasaba tres veces por semana por la curva del cementerio de Benavidez. Entre los muchos recuerdos y sensaciones pude percibir ciertas ganas de volver. Un algo que me invitaba a pasar a saludar. "¿Saludar a quién?" - me preguntaba con esa ironía que hiere. Porque volver es empezar de nuevo. Betania es muerte y resurrección. Y quizás ahí radica su eterno atractivo. Te da la posibilidad de empezar siempre otra vez, desde el principio. Desconocido y anónimo. Definitivamente, un universo de historias por contar. Historias como la de Ramón, que esperan ser develadas y eternizadas.

viernes, 11 de marzo de 2011

Por un proyecto a favor de la desigualdad de género






Esta entrada empieza con una publicidad que salió el 8 de marzo, día de la mujer, por la BBC. La realizó una Ong que trabaja por la igualdad entre hombres y mujeres llamada Equals. El aviso se pregunta si varones y mujeres somos realmente iguales y menciona muchas áreas donde demuestra que, hasta ahora, no estamos muy equiparados. Evidentemente, todavía hay mucho por lo que trabajar respecto a la promoción y no discriminación de la mujer. Tenemos que garantizarle seguridad y oportunidades. Pero yo no sé si estoy muy de acuerdo con el interrogante final de la pauta: "Entonces, ¿somos iguales? Hasta que la respuesta no sea sí, no debemos dejar de preguntárnoslo."

Mi siguiente pregunta es políticamente muy incorrecta, pero, en fin, hay veces donde hace falta ser incorrecto en política y cuestionar el status quo de algunas cosas: ¿tenemos que ser iguales?

Y antes de que me censure el INADI o de que alguna mujer, ciertamente ofendida o indignada, deje de leer, profundizo y reformulo: si somos realmente diferentes, ¿tenemos que ser exactamente iguales?

Empecemos por la primera afirmación: somos realmente diferentes. ¿Somos diferentes? Si lo somos, ¿diferencia que se da naturalmente o es simplemente un constructo de la cultura? Para responder, les cuento que hace poco leí un libro de una psicóloga chilena que se llama Pilar Sordo. El libro se titula Viva la diferencia (...y el complemento también) y está escrito para divulgación, o sea, en un lenguaje llano y accesible, no científico. Totalmente recomendable si quieren profundizar y entender los desacuerdos más comunes entre hombres y mujeres. Es imperdible el libro.

Resulta que hombres y mujeres tenemos muchísimas diferencias naturales (además que, claro, las hay culturales). Explica en qué sentidos la mujer tiende a ser más retentiva (a retener), mientras que los hombres tendemos más a soltar (a dejar ir): desde los humores y sentimientos (cualquiera que haya "ofendido" a una mujer sabe que el enojo no se le pasa tan fácil y que se acuerda de la pelea en las situaciones más sorpresivas), hasta a las personas que queremos. Enuncia diferencies psicológicas, siendo algunas de ellas que los hombres miramos más los objetivos mientras que las mujeres valoran más los procesos o que los hombres somos más monofocales y las mujeres, multifocales. Tenemos formas diferentes resolver conflictos, de vivir los tiempos personales, de expresar algo que nos molesta y hasta, incluso, de jugar. Mientras que los hombres dependemos más de la vista como sensación primordial, las mujeres valoran más lo intuitivo y las sensaciones interiores. Nuestras estructuras mentales son diferentes. Por una cuestión de espacio (cada una de estas diferencias podría ser motivo de una entrada independiente) no reproduzco las explicaciones del libro, que nuevamente recomiendo leer.

Física y biológicamente somos diferentes. No sólo en nuestra genitalidad, en nuestro porcentaje promedio de masa muscular y hasta en nuestro ADN, sino en nuestra estructura cerebral. Mucho más divertido e interesante que mi posible explicación, es este video de Mark Gungor que les recomiendo y adjunto:




Claro, después la cultura reproduce muchas de estas realidades. Entonces resulta clarísimo que las diferencias no son sólo naturales, sino también culturales. Pero son primero naturales. Hay diferencias naturales entre varones y mujeres: físicas y psicológicas. Y no hay nada de malo en eso. Somos diferentes. Enojarse con eso es no aceptar lo que somos.

Que seamos diferentes no quiere decir que no tengamos la misma dignidad. No quiere decir que no seamos igualmente valiosos y capaces. No quiere decir que uno sea cualitativamente mejor que el otro. Iguales en dignidad e iguales en el respeto que se nos merece, pero diferentes.

Creo que todavía hay mucho por hacer en eso que se llama "igualdad de género" y que yo prefiero llamar igualdad sexual. Es cierto que no se reconoce de la misma manera a la mujer en muchos ámbitos, por hacer las mismas cosas que hace un hombre. Hay situaciones injustas que deben ser conocidas, denunciadas y, urgentemente, modificadas.

Vayamos a la pregunta ahora: ¿tenemos que ser exactamente iguales? Y afirmo, en lo que respecta a respeto y dignidad, al reconocimiento, etc., un rotundo SÍ. En el resto, no. Tenemos que ser diferentes. Me da la impresión de que muchas veces campañas que luchan por algo tan bueno como la igualdad de dignidad, confunden todo en una igualdad absoluta y radical. Y siendo un hecho que, socialmente, se valoran más algunas formas de ser masculinas, se tiende a una masculinización de la femineidad: se valora un tipo de mujer que funciona como un hombre y no con las capacidades más propias que podría aportar desde su sexo. Y esto es un gran error. Tenemos que luchar por la igualdad de las mujeres, respetando lo que las mujeres son, que no es ni mejor ni peor que lo que es un hombre, es diferente. Así, se nos ampliaría un universo de posibilidades y se multiplicaría la capacidad de resolución de situaciones problemáticas. Si mujeres y varones aportamos lo propio desde nuestra diferencia, nos complementamos. Si somos iguales, nos repetimos.

En algunos casos, incluso, se tiene que luchar por la igualdad sexual a favor de los hombres. Sí, tal como lo escuchan. El sector de la educación es uno de ellos, ya que la escuela actual premia cualidades que son estadísticamente mucho más comunes en las mujeres: prestar atención, quedarse quieto, ser prolijo y aplicado, la estudiosidad, el silencio. Razones por las que la deserción escolar es, en su mayoría, masculina.

La lucha por la igualdad está haciendo mucho bien. Yo valoro y defiendo la igualdad de reconocimiento entre varones y mujeres. Pero si me paro en el punto de vista y en la cosmovisión antropológica desde la que se defienden, puedo decir que se están manteniendo ciertas situaciones que son contradictorias: si hombres y mujeres fuéramos exactamente iguales en todo, ¿por qué, en un divorcio, como principio general, la madre se queda siempre con los hijos, dejándole al padre la oportunidad de visitarlos o de estar con ellos esporádicamente? ¿Por qué es gravísimo golpear a una mujer pero no tan grave pelearse con un hombre? ¿La caballerosidad se puede considerar como un tipo de discriminación o de sexismo? Y acá me parece que es donde, con toda claridad, se hace patente lo que señalo y propongo, porque cada una de estas situaciones tienen su sentido y un fundamento, por lo que creo que está bien que un niño pase más tiempo con su madre, por el que es innegable que a las mujeres nunca se las maltrata -nunca- y, definitivamente, un gesto de caballerosidad no es sexismo, sino educación y buen gusto. Trabajemos no por igualdad absoluta, sino por misma dignidad e igualdad en reconocimiento, pero aceptación y valoración de las diferencias.

Ojalá lo podamos entender, para saber complementarnos y aceptarnos en nuestras diferencias con salud y alegría.

Para terminar, comparto un video divertido que señala algunas diferencias cotidianas y que espero que nadie considere ofensivo, discriminatorio o sexista (nadie, ni varón ni mujer...):



lunes, 7 de marzo de 2011

El preservativo como no solución del HIV en África

(Este es un artículo que busca plantear el tema de las relaciones que se dan entre religión y sexo. El punto a analizar, en este caso, es si el preservativo puede ser considerado como una alternativa válida para prevenir el HIV en el continente africano y abrir un espacio para la reflexión sobre si los dichos del Papa -y su repercusión- fueron o no acertados. Esta entrada, al mismo tiempo, planea ser la primera de varias que profundicen en otras facetas donde se crucen estos dos temas tan interesantes)


Aviso publicitario creado por las juventudes socialistas españolas


Seamos claros. Y nunca más claros que teniendo en cuenta algunos datos:

- La Iglesia atiende a más enfermos de sida en África que cualquier otra organización del mundo. Más de la mitad de los enfermos están bajo su cuidado: reciben atención, medicamentos, asistencia espiritual, presencia.
- La OMS afirma que, en orden jerárquico, los tres mejores métodos para evitar el contagio del HIV son: abstinencia, fidelidad, educación sexual (uso del preservativo). O sea que la Iglesia no dice algo muy diferente a la Organización Mundial de la Salud. Abstinencia y fidelidad no sólo son más efectivas, sino sustancialmente más baratas.
- Las campañas más efectivas para reducir la enfermedad en África, fueron las de Uganda y Senegal, de los pocos países en poner en práctica los consejos de la OMS.
- El preservativo no es cien por ciento efectivo a la hora de "proteger" a una persona del contagio del HIV porque, incluso en el caso de que sea bien usado y no se rompa, el virus puede colarse por las filtraciones del latex.
- Se condena la posición de la Iglesia respecto al uso del preservativo pero no la del Islam, en un continente donde más del cincuenta por ciento de la población es musulmana (y bueno, lo entiendo, es que con el Islam nadie se mete).

Tengo argumentos para decir, primero, que la Iglesia tiene autoridad moral para hablar del tema. Y, segundo, que pienso que, desde mi perspectiva, Benedicto tiene razón cuando dice que «los preservativos, lejos de ser la principal arma en la lucha contra el sida, contribuyen a expandir la enfermedad». 


Senegal fue el pionero de los países de África en llevar adelante una campaña de prevención. Los resultados son evidentes. Tienen una tasa de incidencia de la enfermedad menor a la de Venezuela, igual a la de Estados Unidos y Brasil y apenas mayor que la de Argentina y España. En comparación con la mayoría de los países africanos, su tasa en sustancialmente mejor. ¿Qué hicieron? Lo mismo que después aplicó Uganda, uno de los países africanos donde el Sida había atacado con mayor fuerza y el que llevó adelante la campaña más exitosa para reducir su tasa de contagio. Hace veinte años, en Uganda, un 20% de la población estaba enferma con HIV. O sea, una de cada cinco personas eran HIV positivas. Hoy en día, sólo el 5% de la población está enferma. Si bien su tasa de incidencia en la población adulta sigue siendo relativamente alta, la mejoría es innegable. Básicamente, su campaña se centró no en la repartición indiscriminada de preservativos, sino en la educación sexual (que trajo cambios significativos en las conductas sexuales), la mejora del estatus social de las mujeres (mayor igualdad entre sexos y que se sintieran fuertes para no dejarse engañar por sus maridos, frecuentemente polígamos) y en la promoción social (lucha para erradicar la pobreza). Una solución, definitivamente, más compleja y trabajosa. Pero una solución. No un parche ineficiente, tan útil como lo es una moneda dada a un chico de la calle para ayudarlo a salir de su situación de indigencia. Tenemos que pensar si la propuesta por el preservativo es la búsqueda real de una solución o una manera cómoda y fácil de sacarnos la culpa de encima. La campaña de Uganda se centró en la siguiente consigna, ABC: A: abstinencia. B: fidelidad. C: si no se cumplís las anteriores, preservativo. Una fuerte campaña de concientización que hizo que más del 90% de los ugandeses cambiara su conducta sexual y la adecuara al ABC. Un claro ejemplo de que combatir el sida, prevenirlo y erradicarlo, es posible. Pero no repartiendo preservativos por doquier. Sino, educando. El 90% de la gente cambió sus hábitos sexuales. Increíble, ¿no? Tan increíble como si les dijera que este es el camino a seguir según expertos en el tema del combate del sida como Edward Green, de Harvard, y personalidades como Bill Gates y Bill Clinton. Green llegó a afirmar que existe una relación entre mayor disponibilidad de preservativos y mayor tasa de contagios. El estudioso agrega que, estadísticamente, a mayor fidelidad y abstinencia, menor tasa de contagio de sida. El análogo al Ministerio de Salud en los Estados Unidos, ve con muy buenos ojos una noticia reciente, que es que crece el número de jóvenes en su país que no tuvieron relaciones sexuales. Pragmáticos, ven una relación clara: a menor uso irresponsable de la sexualidad, menor posibilidad de contagio de enfermedades, mayor ahorro en el gasto público. Pero si lo dice el Papa...


Uno de los carteles de la campaña ABC en Uganda


No me paro en la vereda de quien está negado al cien por ciento a la entrega de preservativos. Considero que esa postura es un error a la hora de combatir el sida. Pero me parece que, dentro del ABC, su posición, es la C, no la A. Debe estar para los casos en que un miembro de la pareja está enfermo. Debe estar para quien decide mantener relaciones sexuales con cualquiera. Debe estar. Siempre que uno elija no ser abstinente ni fiel, debe estar. Pero entregarlo de entrada, supone que la gente "no puede" vivir siendo fiel o abteniéndose, lo que no es más que un prejuicio occidental, y, dejenme decirlo, una forma bastante vil de colonización cultural o de proceso de aculturación. Todos podemos ser educados, no es un privilegio, es un derecho. Los jóvenes pueden ser agentes de un cambio cultural que busque atrasar el inicio de las relaciones sexuales, enfocarlas sobre el compromiso, en una relación fiel, y lo aleje del estereotipo sexual de que cada uno puede hacer lo que quiera, actitud que, en última instancia, nos trajo a la situación actual. No es moralina, es una solución concreta, efectiva y realizable. 


No olvidemos acotar, además, que el preservativo, incluso cuando es bien utilizado y no se rompe, no protege al cien por ciento de la posibilidad de contraer la enfermedad. No avisar esto, que no es menor, es un acto de negligencia malintencionado y, ciertamente, perverso. 

Como en todo, me parece que pegarle a la Iglesia, que (pueden disentir, pero no negar que) fundamenta su posición en argumentos sólidos, es la alternativa más fácil. Pero, al mismo tiempo, considero que es la más contradictoria. Porque si hay una institución que está trabajando activamente por revertir el drama del sida en África, es la Iglesia (mal que les pese a las juventudes socialistas, que cuidan de tantos enfermos de sida en África como... cero). No sólo busca prevenirlo al difundir mensajes que quieren modificar conductas sexuales, sino que, además, lejos de estigmatizar o condenar, atiende a los enfermos. 

Me gustaría ver que todos los que la critican, pusieran manos a la obra para pensar y llevar adelante políticas efectivas contra la difusión de la enfermedad. El "condón" no es bendito y, menos todavía, es una herramienta efectiva para "quitar" el sida del mundo. Es un instrumento más que puede colaborar, en algunos casos, para su control. Nada más. Las cosas por su nombre. 

Esta es mi opinión, se abre el debate. 

(Adjunto algunos videos interesantes que dan para pensar más y seguir profundizando en el tema)







miércoles, 2 de marzo de 2011

Cambalache o sobre la igualdad indiferenciada de lo distinto

Discépolo se quejaba sobre el siglo veinte en un tango que ya es más famoso que Gardel: "¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos, ni escalafón. Los inmorales nos han igualao". Pobre Discepolín, porque hay canciones que transmiten amargura y Cambalache.

Pero tanta pesadez no fue en vano. Su enojo está bueno. Es cierto. No da todo lo mismo. El relativismo es una corriente filosófica que quiere igualar todas las opiniones: todas deben reconocer su radical contingencia e historicidad, renunciar a sus pretensiones de haber alcanzado alguna verdad y aprender a convivir unas con otras, sabiendo que ninguna es más que una máscara en una obra de teatro. Y así, todo es igual, nada es mejor. Todas las opiniones son igualmente válidas. Todas las posturas son aceptables. Ninguna es mejor que la otra. Ninguna es más verdadera que la otra. Y como nadie puede alcanzar verdad alguna, que la conversación continúe... Dialoguemos, sí, pero que cada uno muera "en la suya". Esta es la propuesta de muchos pensadores post-modernos. Y lo que dicen los poetas y los pensadores es siempre un anticipo del clima cultural que se avecina. Lo que quiere decir que éste va a ser el pensamiento vigente los próximos veinte años. En el pronóstico filosófico, se viene un relativismo combativo, un "ismo" de lo particular. 

Siguiendo con el tango, venimos de un siglo de maldad insolente. El siglo veinte fue, en muchos sentidos, de terror (literalmente, no sólo como uso lingüístico). Pero si algo lo marcó, a fuego y sangre, fueron los totalitarismos. Esa es nuestra procedencia. De ahí venimos. En realidad, ¡de ahí escapamos! Ya nos dimos cuenta de que esas visiones omnicomprensivas no podían explicar el mundo en que vivimos y menos todavía podían proponernos instrumentos de convivencia efectivos en un mundo cada vez más necesitado de paz y concordia mutua. Pero como en todo escape desesperado, no estamos mirando bien a dónde vamos. Y es lógico que, tomando la imagen eterna del péndulo, nos vayamos de una punta a la otra. De los totalitarismos al relativismo, sin paradas, ni siquiera para un auto-Mac. Lo grave es que no nos estamos dando cuenta de que un extremo es tan violento como el otro. Del totalitarismo al "particularismo". De la dictadura totalizante que una visión omnicomprensiva quiere imponer, al universo de millones de imágenes inconexas que los particulares afirmamos como "mi verdad". En español, estamos yendo de Guatemala a Guate"peor". De una violencia a la otra. De la violencia de quien pretende imponer lo contingente como necesario a la violencia de quien quiere hacer de lo necesario, contingente. Así, "es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de las minas, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley...". Y la verdad es que no es lo mismo. No sólo no es lo mismo "para mí". Objetivamente no es lo mismo.

Somos, realmente, el único animal que tropieza no una, sino varias veces con la misma piedra. Porque el relativismo es nuevo para la historia de la filosofía como los dolores del parto son nuevos para la historia de la maternidad. Y no aprendimos.

Escultura de los templos de Khajuraho
Jean Baudrillard usa una imagen que habla por sí misma, al preguntarse: ¿Qué hacer después de la orgía? Yo nunca estuve en una orgía y es un programa que, definitivamente, no está en mis planes -para tranquilidad de Guadalupe (y de su familia)-; pero me imagino que, después de una orgía, ya no hay mucho para hacer. La metáfora es muy rica. La orgía es desenfreno, es rotura de límites, es desorden y excitabilidad extrema. Y visto así, nuestro siglo se parece un poco a una orgía. Rompimos con todos los parámetros habidos y por haber. Hicimos, realmente, lo que quisimos. Disfrutamos, cual hedonistas, como nunca antes. Todo se liberó: la sexualidad, la política, la mujer, los niños, la familia, la imagen, los medios, la producción, la virtualidad... Pero ya no queda mucho por liberar. Y, ¿entonces? Me lo imagino como si dejara a diez adolescentes, provistos de martillos, palos y piedras, solos en un colegio. Como si les diera absoluta impunidad y les dijera que hicieran lo que quisieran. Una vez que ya hubieran roto ventanas, puertas, bancos; que hubieran prendido fuego algunas aulas; que hubieran robado las pruebas y la caja de la administración. Una vez rotos todos los límites. ¿Qué queda? ¿Qué hacer después de la orgía si ahora todo da lo mismo? ¿Qué romper cuando ya rompimos todo? Es muy cuestionable que hoy, en muchos sentidos, estemos mejor que antes. No todo lo anterior fue mejor pero tampoco todo lo novedoso es bueno. Nuestra libertad, siempre finita, se equivoca. Se equivocó. Y se va a seguir equivocando. Y ahora que ya hicimos todo lo que teníamos que hacer, ¿qué hacemos?

Y lo más grave que trae el relativismo, desde mi opinión, es este tedio por la existencia que lleva la expresión: "me da lo mismo". Es una consecuencia lógica. Si todas las opiniones son igualmente válidas, si ninguna es mejor que otra, si no hay nada que sea objetivamente bueno o malo, me da todo lo mismo porque no hay mucho que elegir. Las decisiones se pasan a fundamentar con el mismo parámetro que un gusto estético: "me gusta" o "no me gusta". Se trata de una estetización de la racionalidad. En el fondo no hay nada mejor, y, entonces, nada me convoca, me llama la atención o me completa. Y, básicamente, me pongo triste porque mi vida es un embole atrapada en una indiferencia mortal. Y en un intento por encontrar lo novedoso, la obscenidad y lo grotesco son ahora como el pan de cada día. Como nada me conmueve, tengo que seguir rompiendo límites, hasta encontrar algo que despierte la sensibilidad adormecida que pide a gritos una sensación que la revolucione.

Así como en el pronóstico filosófico veíamos un relativismo combativo (no uno calladito, sino uno que denuncia a todo aquel que dice que hay alguna verdad), la tormenta viene con el granizo del tedio, el hartazgo hecho aburrimiento, porque todo da igual. Indudablemente, también hay probabilidades de violencia porque cuando no hay verdad, es inevitable que un punto de vista asuma una posición de poder y establezca qué es lo que "para él/ellos" está bien o mal. El parámetro se hace subjetivo y la consecuencia práctica no puede ser muy diferente a la asumida por un totalitarismo. Por eso pienso que se viene una época de "ismos" de lo particular, en todos los campos.


Por todo esto, yo también me quejo de lo mismo que se queja Discépolo. Quiero salvar las diferencias porque no es todo lo mismo. No es lo mismo la verdad que la mentira. No es lo mismo la fidelidad que la infidelidad. No es lo mismo la confianza que la traición. No son lo mismo los buenos amigos que la gente que te usa. No es lo mismo laburar que vivir de arriba. No es lo mismo estar sano o estar enfermo. No es lo mismo ser alegre o amargado, bueno o malo, recto o torcido, vago o trabajador, educado o irrespetuoso. No es todo igual. La igualdad no puede ser nunca igualitarismo. Omisión de la revolución francesa no haber descubierto que la libertad absoluta no es libertad humana sino esclavización de lo personal. Olvido que terminó por traducir igualdad por igualitarismo.

Un párrafo aparte para la diferencia entre sexos. Tampoco es lo mismo ser varón que ser mujer. No es una diferenciación meramente cultural, es biológica. Y esto no es discriminación, es naturaleza. Porque diferentes no quiere decir mejores ni peores. Simplemente diferentes. Y ¡viva la diferencia! Porque sería tan aburrido estar con un exactamente igual, con otro "yo", con una existencia repetida. Quiero alguien que me abra un universo nuevo, que tenga otro carácter, otra sensibilidad, otra mirada del mundo, otra forma de comunicar sus deseos, sentimientos, opiniones. Y no hay nada de malo en defender esta diferencia. No nos igualemos. Misma dignidad, mismo respeto, misma importancia, pero diferentes.


Ojalá que le encontremos la vuelta a la cuestión, para aprender a salvar las diferencias, reconociéndolas como valiosas y evitar otro siglo de cambalache y confusión, donde todo da y vale lo mismo: nada.


Y para terminar, un pequeño homenaje a Discépolo, en una versión personalísima y en tono reflexivo sobre este siglo veinte, cambalache, problemático y febril.




martes, 1 de marzo de 2011

Motivos por los cuales jugar al rugby me hizo más inteligente

(A partir de la última entrada, sobre educación, recibí varios correos y comentarios sobre la importancia de la educación integral, la formación de hábitos, el desarrollo de habilidades no sólo lógico-formales, sino también deportivas, sociales, artísticas, etc. Para complementar la mirada de la última vez, agrego este texto, que también habla sobre educación. Entrada que también le dedico, especialmente, a todos los que forman parte de la Gira al Reino Unido y Francia 2011 del Plantel Superior).

"Estudiaste filosofía y jugaste al rugby, qué combinación más rara..." - escuché decir un millón de veces.

Sin dudas es un comentario bien intencionado que, sin quererlo y accidentalmente, sirve al mismo tiempo de doble insulto. Entonces pienso: o los filósofos no somos muy deportistas o los jugadores de rugby no podemos pensar... Lejos de ofenderme, sonrío, respondo algo así como, "no es la mezcla más habitual, pero acá estamos" e, interiormente, intento entender qué es lo que me quisieron señalar: quizás en el universo de pre-comprensión de las personas que, ingenuamente, hacen esta afirmación pareciera que los filósofos somos o muy estudiosos o unos vagos: en cualquiera de los casos no debemos tener un muy buen estado atlético. Los deportistas son atléticos y su masa muscular debiera ser inversamente proporcional a su capacidad intelectual. Quizás piensen que los golpes del deporte afectan el recto raciocinio, como si cuando se tuercen los brazos y las narices, inmediatamente pasara lo mismo con el criterio y el sentido común... Claro que se trata de un doble prejuicio y, por consiguiente, de un doble error.

Hagamos una aclaración fundamental: yo no tengo un cuerpo. Soy cuerpo. Yo no tengo un cuerpo como quien tiene una remera o un jean. Yo soy cuerpo. Mi alma y mi cuerpo son co-principios de una misma cosa, mi ser (ser humano). Por eso no tienen sentido esas investigaciones que de vez en cuando salen en discovery channel que intentan descubrir en qué punto del cuerpo está el alma humana. El alma humana es una sola cosa con el cuerpo. Yo soy cuerpo y alma, una sola cosa conformada por ambas. No soy ni cuerpo sólo, ni alma sola.

Ahora bien, si soy cuerpo (y alma: una sola cosa) y no simplemente tengo un cuerpo, el cuidado del mismo, es cuidado de lo que yo soy. Si cuido mi cuerpo, me cuido a mí. Un concepto obvio, pero no siempre tan claro en nuestra sociedad, a veces un poco rápida para criticar a quienes deciden ejercitarse, entrenar, hacer dietas y cuidar su físico, tildándolos de superficiales.

En este rubro, me parece, como en todo, es acertado el consejo de Aristóteles: "busquen el justo medio de todas las cosas". Ningún extremo, principio que también se aplica al cuidado del cuerpo, es bueno ni virtuoso. Quien cuida excesivamente el propio cuerpo peca del mismo error que quien no lo cuida en absoluto. La crítica hacia quienes lo cuidan excesivamente, sobre-entrenándose, viviendo bajo estrictas dietas y realizándose operaciones estéticas, es la crítica más habitual y escuchada: niegan su edad y su naturaleza. Se identifican casi completamente con su corporeidad, sobreestiman su apariencia física y subestiman el desarrollo de otras facetas, también fundamentales, como lo son las interiores (intelectuales, espirituales, volitivas). Pero quienes no le prestan atención al cuidado corporal, comenten un error análogo: se identifican solamente con lo interior, lo intelectual, lo espiritual, dejando de lado el desarrollo sano de lo físico. Así, más de una vez hemos escuchado a una persona jactarse, con orgullo, de que nunca más saltó una valla ni hizo una abdominal desde el término de sus estudios secundarios...

Para un crecimiento integral, hace falta desarrollar todo el propio ser. Y el ser humano es, como dijimos, corpóreo-espiritual, por eso hay que atender sus aspectos físicos y corporales y sus aspectos interiores y espirituales. Es más, los medievales ya afirmaban mens sana in corpore sano: una mente sana en un cuerpo sano. Principio que, para hablar un poco de la experiencia personal, asumieron los Christian Brothers al proponer un juego en equipo, dinámico, que halla un lugar para cada uno, como es el rugby. Claro, porque es tan grande la unidad de cuerpo y alma, que el desarrollo de lo fìsico involucra inevitablemente, el desarrollo de lo espiritual-intelectual. Así, mientras corro y juego, también puedo aprender sobre solidaridad, tolerancia, resignación, sacrificio, perseverancia, camaradería, compañerismo y otras tantas habilidades, hábitos o virtudes (llámenlos como quieran).

Vayamos al título de nuestra entrada. ¿Jugar al rugby te hizo más inteligente? Daleee.

Sí. Porque jugar al rugby ayuda a desarrollar muchos hábitos importantes para la vida intelectual y laboral.

Jugar al rugby me enseñó a trabajar en equipo. Y trabajar en equipo supone un enfoque colaboracionista: los resultados son mejores si trabajamos sinérgicamente por alcanzarlos.

Me enseñó que cada uno tiene una potencialidad diferente, que no hay mejores ni peores, sino personas diferentes. Y que todos podemos aprovechar nuestras diferencias si las ponemos en común en pos de un objetivo mutuo. Creanme que distinguir eso, en este mundo tan prejuicioso, es inteligente.

Me enseñó a adaptarme a circunstancias siempre nuevas y a muchas personas con diferentes temperamentos y formas de ser. Y adaptarse es ser inteligente. Los que no se pueden adaptar, se quedan anquilosados en estructuras que no comprenden la realidad y en paradigmas que no son vigentes. Se quedan duros en mandatos que no se replantean y que aceptan acríticamente.

Me enseñó sobre la importancia de esforzarme y perseverar, siempre.

Me enseñó que hay cosas que no podemos manejar y que influyen directamente en los logros que alcanzamos. Que somos falibles. Y lo mejor, que si nos equivocamos, no pasa nada. Arriba y a empezar de vuelta. Aprendí a ser más humilde y a descubrir que las cosas buenas llegan después de mucho trabajo y si la gente que querés te acompaña. Y eso, es inteligentísimo. Qué lástima que mucha gente inteligente no jugó al rugby para aprender esta lección.

Me enseñó a ser agradecido. Porque entendimos que para que nosotros aprendiéramos a jugar, hubo mucha gente que nos regaló tiempo (¿que no es, acaso, lo más valioso que tenemos?), mucho tiempo.

Me enseñó que por más que haya desacuerdos, competencia, trifulcas, empujones, golpes, algún pisotón, algún tackle a destiempo, alguna picardía que es propia de los deportes y de los argentinos, cuando se acaban los ochenta minutos le das la mano a ese con quien te empujaste, te golpeaste, te tackleaste y te pisaste. Después de unos años le das un abrazo y una cerveza. Y aprendés que podés pensar diferente y buscar cosas distintas, pero que somos iguales y nos merecemos respeto. Y por la vida te encontrás con gente muy inteligente que no aprendió ni siquiera eso...

Y pensar que la inteligencia sólo se desarrolla leyendo o en un aula, es un error. Un error muy poco inteligente.

Pensar que no podemos aprender hábitos en la práctica de un deporte es un prejuicio. La educación, para ser integral, tiene que tener una carga importante no sólo de prácticas deportivas, sino también artísticas (y no sólo de música, sino también de teatro, arte, escultura, danzas, etc.). Porque la inteligencia se puede desarrollar en miles de campos. En uno de rugby también...

Y sí, nos golpeamos. Un montón. A veces la cabeza. Pero acá estamos. Filosofando. Con la cabeza abollada y agradecidos de haber recibido tanto y de haber aprendido a pensar, a los golpes.