lunes, 3 de septiembre de 2012

La última carta

Se fue la abuela. Y qué rápido pasó. La noticia me puso inmensamente triste. El sentimiento de soledad, de pesadez, de amargura, tocó la puerta, y se instaló por un rato. Duele y confunde corroborar la irrefutabilidad de la desaparición. Ya no está. Se fue. 

Después de haber vivido un año con ella, me había copado el corazón. Okupa afectiva, usurpó todo. Y si bien no tengo remordimientos, porque le dije que la quería cada vez que nos vimos, porque fui siempre cariñoso, porque hablamos, compartimos comidas, la cuidé y me dejé mimar, sí me duele no haberme podido despedir en una buena charla. Hasta la muerte anunciada nos golpea y nos deja pasmados. Nunca terminamos de estar del todo preparados para la ausencia. 

No voy a hacer una catarsis. Este no es el espacio, ni este teclado el medio para hacerlo. Los abrazos y las miradas están afuera. Sí, quizás, pueda resignificar la pérdida, tratar de empezar ese trabajo que es llenarla de sentido. Es lo único que nos queda ante el vacío y el dolor, llenar la ausencia de sentido, evitar que el dolor sea causa de más dolor y tratar, como cada uno pueda, de crecer. 

Hace un año hice un ejercicio. Pensaba "¿Cómo me gustaría ser recordado?" Y la verdad es que me gustaría que me recuerden como una persona feliz. Ojo, no me quiero morir. Tengo la ambición de hacer muchas cosas todavía. Muchísimas. De hecho, vivo ilusionado, proyectando y trabajando, apostando a la vida, convencido de que los cambios dependen de la voluntad firme y del esfuerzo. Quiero aportarle un granito de arena al país. Para eso sigo estudiando. Quiero ser "muy bueno", en lo que sea que haga, para poder dar lo mejor. Siempre tengo propuestas para la vida. Nunca nos aburrimos. Pero entiendo que no todo depende de mí. Y que la muerte, aunque indeseable, es caprichosa. Y que puede venir. Sí. 

Ese ejercicio era una carta. La carta que le hubiese escrito a todos, si se me acabara la vida. La carta no es más que un ejercicio. Estoy lejos de poder entender lo que significa el vértigo de ya no estar. Sin embargo, aunque no lo entienda del todo, no quiero dejar de decirles esto, que es lo que me hubiese gustado que sepan si no me podía despedir, en una buena charla. Te cagué muerte. Porque me podrás sorprender, pero "hombre prevenido, vale por dos". No dejo de decirle a nadie lo que le quiero decirle. Ahí va ese experimento: 



Queridos todos,

                           Hoy, por fin, ya no tengo miedo.

Es doloroso. En su momento me enojé y lo consideré injusto. No me quiero morir. Supongo que casi nadie se quiere morir. Pero nadie, absolutamente nadie, puede evitar la muerte. Porque, aunque cueste decirlo, todos vamos a morir. Hoy me toca a mí. Y por fin puedo aceptarlo en paz.

Se trata de dejar de ser esto que soy y pasar a vivir en el recuerdo de quienes me amaron y en los hábitos que haya podido inculcar en los jóvenes que eduqué. Y esto, lejos de ser poca cosa, fue lo que llenó mi vida de sentido, energía, alegría y esperanza. Esto y Dios, claro. Uds. saben que siempre fui un tipo creyente. 

Puede que algunos de ustedes piensen que como ya no me van a ver, yo no voy a estar. Se amargan pensando en que me voy “para siempre”. Eso no es cierto, yo siempre voy a estar. En aromas, en canciones, en recuerdos, en paisajes, en lágrimas -al principio por el dolor de mi partida, pero después, de a poco, lágrimas que se empiezan a mezclar con la risa de alguna anécdota graciosa. Y al final, lágrimas de alegría, por haber tenido la oportunidad de poder compartir un pedacito de vida juntos-. Y voy a estar, sobre todo, porque tengo la certeza inamovible de que la muerte no tiene la última palabra. Es un paso, una puerta, un atardecer, un otoño invernal, una transición. Las imágenes son miles pero van todas a lo mismo: la vida sigue. Para mí y también para ustedes. Sí, para ustedes especialmente, recuerden esas palabras cuando estén tristes, “la vida sigue”. Yo creo que quien muere no muere. Tengo tanta certeza de eso que nunca lo puse en duda. El mundo y la vida serian tan cósmica y universalmente injustos si eso fuera de otra manera. Y con este tiempo contado que tuve en el mundo pude hacer lo que quise. Pero como creo que esta vida no corta todo mi ser, estoy seguro de que todo lo que hice y hago, lo hago para la eternidad. Y así las cosas tienen otro gustito. Y esta seguridad, lejos de encadenarme, me libera de la manera más radical.

El miedo paraliza y corta las posibilidades de crecer. Por suerte yo ya no tengo miedo. Ustedes tampoco lo tengan. No les voy a pedir que se alegren, pero tengan la esperanza de que voy a estar bien y, aunque les moleste escucharlo, sepan que, a pesar (pero también a causa) del dolor, van a crecer.

No se puede vivir la vida pensando obsesivamente en la muerte. Pero tampoco se puede vivir la vida como si la muerte nunca fuera a llegar. No somos omnipotentes ni eternos. Nos vamos a morir. Y no hay nada de malo en eso.

Lo importante es qué hacemos, qué hicimos en realidad, con todo este tiempo “injustamente” recibido y regalado que tuvimos en el mundo. Y pueden enojarse por mi partida o por la suya propia, pero nunca se olviden que viví estos años felizmente. Felizmente no quiere decir sin dolor. Quiere decir, justamente, feliz. Y por lo único que me podría llegar a enojar (si es que algo me enoja allá a donde voy) es por el hecho de que me recuerden enojados o sin sonreír. No se olviden que hay motivos para la amargura, pero muchos más motivos para la esperanza.

Soy joven. Y si la muerte es un misterio doloroso, la muerte joven parece un misterio doloroso e injusto. Admito que durante un tiempo lo viví así, pero con el discurrir de los meses y después de aguzar la mirada, en un silencio un poco contemplativo, descubrí algo que me hizo vivir la muerte de otra manera. Todos saben que yendo a casa hay un boulevard. No sé quién habrá sido el paisajista que decidió plantar esos árboles ahí, pero definitivamente no era un gran paisajista. Faltando un mes para el otoño, esos árboles, cuyo nombre nunca supe, ya están absolutamente pelados. No les queda una sola hoja. Mientras que los demás árboles y plantas gozan de una salud verdísima y frondosa, nuestros árboles del boulevard ya se rindieron frente a la estación que se aproxima. Pasados el otoño y el invierno, esperamos ansiosamente la resurrección. Sin embargo, nuestros árboles del boulevard no florecen rápido. Recién para fines de Octubre alguna hojita empieza a vencer la timidez y toma la iniciativa que recrea el ciclo de la vida. Caminando por donde vivo, aprendí que hay un sinfín de verdes y matices. En el fondo, devele un misterio singular, que es que, en nuestro parecido, no somos todos iguales y, sobre todo, no todos tenemos los mismos tiempos. Quizás yo no hubiera podido resistir el florecer eterno que tiene el pino, que termina por nunca ser mirado ni valorado, como le pasa a tantos ancianos hoy, en nuestra sociedad tan negada al dolor. Quizás esa hubiera sido una peor muerte para mí. Cada cual tiene su ciclo, su ritmo y su tiempo. Y créanme que este tiempo fue más que suficiente para poder florecer y dar vida. Puede que mi verdoso esplendor sea corto a criterio de otros, pero fue suficiente para mí. Y yo estoy agradecido y contento –y más que contento, feliz- frente a la posibilidad de haber podido crecer junto a ustedes. Sin saber mucho de botánica, puedo afirmar que fui feliz junto a la fuerza de roble de papá y a las raíces que hacen tierra como el ombú, de mamá. Que mis hermanos, con la simpleza no siempre valorada del pasto, estuvieron siempre, siempre, a pesar de toda complicación estacional, al lado mío. Me siento agradecido de la alegría del palo borracho que me transmitieron mis amigos. Y la vida me regaló una orquídea, la flor más valiosa y de más difícil acceso, que fue quien adornó mi torpeza y disimulo mis límites, Guadalupe.

El dolor se va a ir, va a pasar porque es humo, es vano y, cuando menos lo notemos, va a desaparecer. Para mí y para ustedes. Lo malo es siempre temporal y pasajero, pero mi agradecimiento a cada uno de quienes estuvo conmigo en esta vida tan linda, es eterno. Gracias por haber compartido su vida conmigo. Realmente me hicieron muy feliz. Los quiero y los voy a seguir queriendo, siempre. Y si algo les deseo, sobre todas las cosas, es muchísima paz y la capacidad de, aunque duela, desprenderse del deseo que los ata a querer que fuera eterno. Déjenme ir, en paz.

Los espero y los quiero, hasta luego,

Santi