miércoles, 20 de febrero de 2013

Flechas amarillas



Suena el despertador. Son las 6:15am. Nunca fui bueno con los números, pero calculo que somos unas 100 personas en ese cuarto enorme de Roncesvalles. Muchos todavía roncan. A esa hora suelo estar atontado y los minutos se me pasan como si se tratara de segundos. Cierro los ojos; los vuelvo a abrir y; en mi parpadear, Cronos, el dios del tiempo, se engulló 7 minutos de mi vida. El Cronos nos devora y, en mi caso, suele ser más goloso a la mañana. Los alemanes saltan de la cama como si hubiera una alarma de incendio y en cuestión de minutos ya están cambiados y listos para empezar el día. La mayoría de la gente sigue durmiendo, exhausta. Mi herencia latina me pesa un poco más que a los germanos y recién salgo de la cama a las 6.30am. Hace mucho frío, unos diez grados a lo sumo. 


Es el primer día del Camino de Santiago. Curiosamente, el camino lleva mi nombre, cosa que me ayuda a sentirlo de una manera más personal. En el fondo, es el camino de cada uno. Mi Camino.

Ochocientos kilómetros separan Roncesvalles, en el límite de la frontera entre España y Francia, esa frontera separada por los Pirineos, de mi destino final: Santiago de Compostela, donde está, supuestamente, la tumba del Apóstol Santiago. En hebreo, Santiago se dice "Jacob", por lo que el camino también es conocido como "camino jacobeo". Parece que este apóstol, pescador, hermano de Juan, el discípulo preferido, era muy malhumorado y temperamental, motivo por el cual Jesús lo llamaba "hijo del trueno". Evidentemente, algunas características son inherentes al nombre. A pesar de estar haciendo un viaje que soñé, me levanto malhumorado y estoy enojado con estos alemanes tan enérgicos y ruidosos.

Me sorprende lo rápido que me visto, en esa oscuridad que se suma a mis muchas dificultades naturales para ver con claridad. En pocos minutos estoy listo, con la mochila puesta y dispuesto para partir. En los bolsillos de la campera llevo un par de bananas, un chocolate y pan. Son algo así como mis provisiones para la primera etapa del Camino, que consta de unos 22 kilómetros por el bosque y los pueblos de la montaña.

Según la Tradición, después de Pentecostés, Santiago partió para Hispania, una provincia romana donde evangelizó por varios años. En términos humanos, le fue realmente mal: siete conversiones. Mientras Pablo, unos años más tarde, le escribía cartas a comunidades enteras, el testarudo de Santiago seguía intentando convertir a algún que otro gallego (aclaro, estaba en la región de Galicia, por eso el gentilicio). Según la Tradición, tuvo la mala idea de volver a Jerusalén justo cuando Herodes Agripa había ordenado perseguir a los cristianos. Le cortaron la cabeza. Sus discípulos, pocos pero buenos, lo llevaron en una mítica barca de piedra a través del Mediterráneo, escoltados por ángeles, hasta donde hoy se encuentra la ciudad de Santiago de Compostela. Sin embargo, por ocho siglos su tumba permanecería en el anonimato más absoluto, hasta que fuera descubierta por un ermitaño, llamado Pelayo, que declaró ver luces en la mitad del campo, durante una noche. Al investigar, encontraron la tumba de un hombre decapitado, con algunos signos de que se trataría de la tumba de Santiago. En menos tiempo que más, se convirtió en el tercer punto de peregrinación del cristianismo, detrás de Jerusalén y Roma.

Pasemos en limpio, caminar ochocientos kilómetros hasta la tumba de un tipo descabezado. Un tipo que, incluso hoy, nadie sabe bien quién fue, ya que hay abiertos varios debates sobre la autenticidad del hallazgo. Además, dicen que los restos del hijo del trueno fueron escoltados hasta este lugar de descanso por ángeles, en una barca de... piedra... Buen plan Santi.

Lo más irónico es que estoy seguro de que la tumba del Apóstol está ahí, donde me han dicho que está, en el corazón de la Catedral de Santiago de Compostela. Y la quiero conocer, peregrinando.

Quizás no le haya ido tan mal a Santiago Apóstol en su evangelización. Después de todo, ahí estamos, cientos y miles de peregrinos, hace ya más de un mileno, recorriendo los mismos caminos, con el mismo destino... En los tiempos de Dios, siempre, todo, da fruto a su debido tiempo. Qué lindo misterio y qué lección de humildad.

Empiezo a caminar y todavía es de noche. Salgo con algunos compañeros que conocí el día anterior, cuando todos llegábamos, a la vez, a nuestro punto de partida. En el fondo, si bien estoy acompañado, me abraza un sentimiento de profunda soledad. Una soledad linda. Elegida. Necesaria. Todavía no sé que voy a caminar con estos compañeros durante dos semanas, enteras. Que los voy a tener que dejar, con profundo dolor, tanto físico como espiritual, luego de lesionarme y sentir la carga de una tendinitis mal llevada por varias jornadas extenuantes. Porque con ellos descubrí que la vida te pone siempre a alguien al lado, pero así como llegan, también deben seguir. Que después de todo, no somos más que peregrinos en esta vida. Y quien ha peregrinado, sí que entiende esta imagen.

Al dejarlos, con un sentimiento de profundo pesar y hasta de miedo, angustiado por tener que estar, nuevamente, solo y de tener que volver a forjar nuevas relaciones -si es que podía seguir caminando, cosa que finalmente pude hacer-, entendí que estaba aprendiendo algo: debía caminar a mi propio ritmo. Es lindo caminar con amigos. Podés charlar, discutir, compartir, limpiar el corazón. Pero cada uno tiene su propio ritmo, tanto interno como de marcha. Al obligarme a ir un poco más rápido de lo que podía aparecieron las ampollas. Al principio fueron un par, después dos pares y, al final, hasta once... en un sólo pie. Pisar mal me llevó a hacer malos movimientos y los malos movimientos me causaron una tendinitis. El dolor se hizo, francamente, insoportable. Todavía hoy, cuatro años después, cuando corro mucho o hago un esfuerzo grande, siento una carga extra sobre el lugar de esa vieja lesión. Como un recordatorio, un aviso, "tomátelo con calma".

Un amigo me hospedó en la ciudad de León por una semana y la segunda parte del viaje, diez días para ser exacto, fue muy diferente. A mi ritmo, con mayor silencio. Fue otro camino, ni mejor, ni peor. Conocí otros muchos muy buenos compañeros, con quienes pude volver a compartir un poco del camino y de la vida. Pero el que había cambiado era yo.

Y como todo algún día termina, como siempre que nos ponemos una meta y somos los suficientemente testarudos para no aflojarle a los obstáculos, un día, después de veinticuatro de caminar y de seis de recuperar una lesión, sí, un día, entré bañado en lágrimas de emoción a Santiago. Qué lindo viaje. Conocí la tumba del Apóstol y recibí mi Compostelata, que es una especie de diploma por haber llegado. Comí muchas tartas de almendras y dormí más en tres días que en un mes de caminata.

Los paisajes, las personas, los momentos de introspección, el silencio, cada pueblo y ciudad, la comida, tan típica de cada región del norte español. Qué lindo fue el camino. Pero si tengo que pensar en aquello que más extraño, aquello que me hubiese gustado traerme a Buenos Aires, hacerlo mío, para siempre, no tengo ninguna duda: las flechas amarillas.

Y sí, si caminás ochocientos kilómetros y atravesás campos, pueblitos, montañas, ciudades, parajes desérticos, palacios e historias, monasterios y caminos en el bosque, con lluvias, tormentas, días en que el sol nos abrazaba y mañanas de intenso frío en el monte de Navarra... y sí, te podés perder, muchas veces. Sin embargo, no te perdés. O te perdés muy poco. Porque el Camino está lleno de flechas amarillas que te orientan y te ayudan a llegar a tu destino. Y cada vez que dudás sobre dónde estás y hacia dónde hay que seguir, en un árbol, en una piedra, en el suelo, en una pared, en el asfalto, en un palo, en una casa, en cualquier lado, aparece una señal, clara, indiscutible, evidente, que te indica hacia dónde seguir: es una flecha amarilla. Y los mojones del camino pierden importancia, para darle lugar solamente a las flechas.

Un poco como decía el Cardenal Newman, quien con mucha sabiduría le pedía al de Arriba que no le diera luz para todo el camino, pero sí mucha claridad para el próximo paso, así, tal cual, pasaba en el Camino.

Y hoy, varios años después, extraño mucho las flechas amarillas. Y me doy cuenta de que me pierdo más de lo que me gustaría. Sé que ya no camino por bosques inescrutables ni por parajes desolados. Pero me pierdo con mayor frecuencia y gravedad. Y esta vez, peregrino, el destino no es la tumba del Apóstol Santiago, sino la de Santiago, a secas, la tuya propia. En este camino que es la vida, perderse no es tan gracioso. Por más que siempre hay oportunidad para volver al Camino y que el haber andado errante es, a la vez, experiencia sobre lo que no quiero, ya no veo con tanta claridad las flechas amarillas que extraño y recuerdo. Y la gran diferencia es que esta vez el destino es único, pero los caminos, infinitos. Y que están atados a mi libertad, a veces más rebelde que obediente. Sería más fácil no errar, para no lastimar a mis compañeros. Podría multiplicar talentos de manera más fructífera. Podría ser mejor.

Y mi conciencia dibujó muchas veces flechas azules, naranjas y verdes, pero no siempre se impone con la autoridad absoluta de las flechas amarillas. Me reconozco débil e imperfecto. Chiquito e inmaduro. Caprichoso y pecador. Orgulloso y enroscado. Falto de prudencia, de templanza, de amor. Testarudo hasta el hartazgo. Ay Santiago, qué pesada herencia fue este nombre para los hijos del trueno. Si el camino es uno de perfeccionamiento y ascésis, todavía queda mucho camino por hacer. Y estas luchas, lejos de lo que se ve en lo superfluo, se dan en lo más hondo del propio ser. Y está bien que se den ahí, ya que su resultado destinará al ser, todo, para siempre. En mi caso, las únicas flechas que se presentan, siempre, como las amarillas, son las experiencias. Pareciera que necesito ver para creer. ¿Hay acaso signo de mayor testarudez?

Me sé amado así, como soy. No sólo por Dios, sino también por los que yo quiero. Eso me da tranquilidad y alegría. Y está bueno sentir "paz y bien", diría el Hermano Francisco. Pero también me siento incompleto. Quizás por eso soy un buscador. Y qué misterio inasible que es la vida. Un misterio infinito y, al menos para mí, increíblemente bello, que es lo que se da cuando se cruzan la verdad y el bien. Sí, un camino lleno de bienes y de cosas por aprender, repleto de amores y de verdades... Bellísimo. Nunca me voy a cansar de encontrarle sentidos nuevos y revitalizadores. Es imposible aburrirse acá.

Flechas amarillas... Si hay algo que extraño del Camino de Santiago, son las flechas amarillas. Como si acá no estuvieran, en todos lados, porque lo más increíble es que las flechas amarillas están también acá. Y quizás sea ese mi mayor aprendizaje. Saber descubrir en una mirada, en una decisión, en una película, en una casualidad, en un abrazo, en una pelea, en una comida, en una siesta, en una experiencia, en un dolor, en una día de sonrisas y de sol, en un aroma, en cada una de estas cosas y de las muchas que son mi vida, una flecha amarilla. No pido mucho más que esto: luz para ver y fuerza para actuar. Me voy a poner un sindicato... Luz y Fuerza, es un buen nombre. Muy original en especial. De lo que sí estoy seguro es de que al final, mi camino va a estar totalmente marcado de flechas amarillas. Y que el recorrido que haya escogido, seguro que no el mejor de los recorridos posibles, pero el mío al fin, va a haber sido caminado en compañía, incluso en aquellos momentos cuando estuve perdido, siempre. De eso se trata, peregrinos, de descubrirnos siempre, siempre, siempre, incluso en los momentos que no hayamos compartido nunca con nadie, esos que esconderíamos humillados, siempre acompañados. Flechas amarillas.

Y, al final, bañados en lágrimas de emoción, vamos a llegar, juntos, al destino. Peregrinos, ¡Buen Camino!


lunes, 18 de febrero de 2013

Por una meritocracia inclusiva y humana

Muchos hemos escuchado, en diferentes ámbitos, alguna de las siguientes frases: 

"Al que madruga, Dios lo ayuda".

Con un poco más de rima: "Alcanza quien no se cansa".

"No hay rosas sin espinas" en los ambientes religiosos. 

Los que alguna vez fueron a la NASA o estudiaron latín quizás hayan escuchado: "Ad astra, per aspera" (hacia el cielo/los astros, mediante/a través de lo aspero/el esfuerzo)

Algunas más contemporáneas, como "el único lugar donde el éxito aparece antes que el trabajo/sacrificio es en el diccionario". 

Pero el concepto es viejo, ya Sófocles, allá unos cuantos siglos antes de la venida de Dios, encarnado en humilde carpintero, decía algo así como que el éxito de una empresa depende del esfuerzo que se le pone. Aristóteles hablaba de hábitos y varias escuelas filosóficas desde entonces nos invitan a tomar un camino donde nos esforcemos por lograr nuestras metas. 

En el fondo, el mensaje de muchos de estos lugares comunes, refranes populares, adagios y resabios de cultura antigua hecha cultura actual es que hay una conexión intrínseca entre el esfuerzo y los buenos resultados. Me parece que, en líneas generales, el principio es poco problemático. Sí, dependés de la suerte, quizás te sacás el gordo de Navidad, por ahí te esforzaste mucho pero no lograste lo que te proponías. Hay excepciones. Miles. Pero, en general, creo que muchos estaríamos dispuestos a afirmar que la conexión es clara. 

Ayer salió una nota en la sección de Enfoques del diario La Nación (cuya lectura recomiendo) planteando que la meritocracia, como sistema de incentivo para el máximo desarrollo de una persona, está en crisis.

Quiero escribir sobre este tema. 

Pareciera que en este debate hubiera un trade off: o bien aceptamos una competencia donde los mejores alcanzan los puestos para las élites y los restantes se acomodan (si pueden) en los puestos que quedan, o bien trabajamos por la inclusión, el modelo por el cual todos, a pesar de sus muchas diferencias, obtienen un puesto determinado y nadie es excluido. 

Pateo el tablero en la primera jugada: nunca lo plantearía así. Me parece que no hay necesidad de optar entre la una y la otra, como si, en términos lógicos, se tratara de una disyunción exclusiva. Yo creo que, en Educación, puede haber un modelo inclusivo y, a la vez, meritocrático 

Fácil decirlo, pero, ¿cómo? 

En el fondo, cualquier sistema social tiene que ser, fundamentalmente, justo. Si lo miramos como un trade off, ninguna de las dos opciones logra alcanzar la Justicia por sí misma. Al menos a mí, me parece igualmente injusto dejar a mucha gente excluida del sistema porque no se amolda a las exigentes variables que se les imponen, como dejar a mucha gente desarrollada "por la mitad" (no al máximo), en pos de que todos puedan alcanzar un nivel relativamente similar de desarrollo. Además, esta inclusión no se da, porque cuando el sector público normaliza, igualando un poco para abajo, la gente que puede, que busca "lo mejor" para sus hijos, migra al sector privado, donde se les exige "en la medida de sus capacidades", profundizando así la desigualdad de oportunidades. La solución no está en elegir entre la una y la otra, sino en combinar. Veamos cómo. 

La meritocracia absoluta, para poder justificarse (o sea, ser un sistema considerado "justo") surge de un presupuesto que es erróneo: que es que todos tienen las mismas oportunidades. Si no las tuvieran, la meritocracia, tal como sugiere uno de los entrevistados en la nota, "es una ideología que justifica moralmente que haya algunos que tienen mejores puestos y responsabiliza a los más débiles de sus malos resultados". Yo agregaría, es una manera mediante la cual los poderosos mantienen el poder de manera institucional. No parece muy justo. Si bien es mejor que la portación de apellido o de billetera, está lejos de ser un sistema deseable per se

Sin embargo, la inclusión por la inclusión misma, tampoco es una gran solución. ¿Qué sentido hay en que personas con diferentes capacidades compartan exactamente los mismos contenidos durante una clase? El alumno interesado y trabajador y el vago e irresponsable; el que lee las lecciones y estudia y el que habla sin cesar y se comporta inadecuadamente; el que entiende rápidamente y se aburre de los ritmos lentos de sus compañeros y los lentos compañeros que ni siquiera alcanzan el nivel más simple a pesar de sus esfuerzos... ¿Nivelamos para abajo, así todos alcanzan el mismo nivel y nadie es excluido? Es un riego grande, más cuando los educandos llegan con falencias (casi existenciales) a muchas escuelas hoy en día. Nivelar al nivel al que todos puedan avanzar de igual manera, quiere decir, en términos concretos, que haya alumnos que aprendan a leer en cuarto, quinto y hasta sexto grado. Creánme, lo vi. Y en la Ciudad de Buenos Aires, el distrito más rico de un país bastante desarrollado, a pesar de nosotros, sus ciudadanos. Separar "por nivel" es una peor idea, porque los peores alumnos andan mucho mejor cuando se los pone a trabajar con los mejores, no cuando se los aísla en un grupo de pares, que presentan iguales dificultades para el aprendizaje. En Educación estas cosas ya están estudiadas. 

En ninguna de las dos alternativas se le da a los alumnos lo justo, lo que les corresponde. Ahora bien, también es cierto que las personas nunca van a ser absolutamente iguales (por suerte), sino que todos somos diferentes y, esas diferencias, pueden ser a la vez motivo de conflicto como de enriquecimiento mutuo, dependiendo de cómo las llevemos, qué actitudes tengamos y qué tan diferentes seamos. Estas diferencias van a marcar, de una u otra forma, cualquier proceso competitivo que embarquemos. Por eso, lo primero que hay que hacer, es igualar. Porque por más que tengamos diferencias fundamentales: un cierto carácter y temperamento, una determinada familia, una herencia cultural, una red de contactos sociales, la posibilidad de viajar, etc. se puede trabajar para igualar a las personas sacando lo mejor de cada una. Trabajar por la igualdad de oportunidades es el leitmotiv (si el arte me presta el término) de la política. Los políticos tienen que trabajar para igualar oportunidades. Porque la única meritocracia posible es aquella que nace de oportunidades, sino iguales, al menos análogas. Más que echarle la culpa a la meritocracia, se la echaría a la política. La meritocracia se convierte en un sistema muy injusto si la política no iguala oportunidades. Políticos, al banquillo. Háganse cargo. 

Pero no sólo ellos. (me tomé la libertad de modificar este párrafo de la entrada, a raíz de un consejo de mi amigo Martín Grassi. Gracias Martín). Sin citar ejemplos específicos, ni temas de actualidad, cosa que puede enervar las pasiones de los menos templados, preguntémonos si todos los grupos sociales están dispuestos a cambiar el statu quo. ¿Los están las élites? ¿Están dispuestas a dejar lugar a una competencia meritocrática real? ¿Lo está la oposición? ¿Los grupos económicos? ¿Los docentes, que tendrán que redoblar sus esfuerzos en las zonas de mayor marginalidad? ¿La sociedad, que verá cómo muchos recursos se ponen al servicio de los que, objetivamente, menos aportan en términos reales al presupuesto del país o de un distrito en particular? Son preguntas que nos tenemos que hacer, porque igualar oportunidades es deber de la política, pero también del resto de la sociedad. 

Algunas ideas que se me ocurren para igualar oportunidades (en, por ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires) serían: asignar presupuestos exclusivos, y abultados, a los barrios más pobres de la ciudad. Darles prioridad en los servicios fundamentales. Apostar a que haya mayor seguridad, iluminación, asfaltado, mejor transporte y más espacios de recreación públicos. Pagarle mejor a los docentes que trabajan en los barrios más carenciados. Universalizar el acceso a la educación inicial, para que exista oferta para todos lo niños desde los 45 días en adelante. Dar bonos para alimentación, después de todo, somos lo que comemos. Erradicar las villas: dando títulos de propiedad y construyendo vivienda social. Hay miles más. Con todo esto, no se les da "más", sino que se los iguala. Y eso, por más que haga ruido, es el deber de todo político. De izquierda, de derecha, de arriba y de abajo. 

Igualar las oportunidades, cosa que nos va a tomar un tiempo, pero tampoco décadas y generaciones, siempre que haya voluntad política y apoyo popular, es, en mi opinión, requisito sine qua non de la meritocracia. 

Una vez igualadas... El mejor sistema de incentivos es la meritocracia. Y pregúntenle a los economistas si les quedan dudas, pero solemos manejarnos en muchos ámbitos por incentivos. Eso no nos hace malos ni interesados, nos hace humanos. Hace sólo dos días, en un asado, un amigo me decía: "si te vas a sacar un diez sin estudiar, ¿para qué estudiar?". Y tiene razón. Ningún niño ni adolescente va a estudiar porque si estudia el conjunto de sus compañeros se van a beneficiar por su mayor inteligencia. Lo va a hacer para evitar la mala nota, que le significa un reto y volver a estudiar en una época de calor y descanso. O lo va a hacer para alcanzar una meta personal. Conozco mucha gente que se queja por el mal servicio del Estado. Bueno, dejenme decirles que es el sistema menos meritocrático de la sociedad argentina. Es un ámbito donde se auto-seleccionaron las personas que sienten mayor aversión al riesgo (esas que prefieren un trabajo estable a uno donde pueden crecer si se esfuerzan más). Una vez que sos empleado de la planta permanente, el inicio de un sumario es un riesgo excepcionalmente bajo, fruto de una negligencia casi malintencionada. O sea, es imposible que te echen. Todas estas características "invitan" al poco esfuerzo. Donde dice "sacarse un diez" debería decir "cobrar": "si voy a cobrar sin esforzarme, ¿para qué esforzarme?". El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. 

Conscientes de las consecuencias de la ausencia de meritocracia, está claro que es preferible el esfuerzo a la igualación. Después de todo, en el caso de una emergencia, ¿preferiría ser atendido por el mejor médico de guardia o por aquel que, por una cuestión de cupo (supongamos que es parte de una minoría étnica) obtuvo su título universitario? Me parece a mí que la solución hubiese sido darle iguales oportunidades a todos y después hacerlos competir. 

En fin. Me parece que es un debate que tiene muchas aristas, pero que sería bueno, para el debate y para la sociedad, que lo discutiéramos sin ropajes ideológicos, con mucha honestidad intelectual y a cara lavada. 

Un último punto, me parece que la meritocracia está en crisis porque las instituciones fueron gobernadas por las élites que mejores logros intelectuales alcanzaron. Desde el humanismo, sin embargo, hace más o menos 2000 años que se insiste en la idea de que no somos sólo intelectuales, sino también afectivos, sociales, sexuados, entre varias otras características. Si tomáramos nota de estas otras características, podríamos apuntar a una meritocracia más humana y menos intelectualista, demasiado atenta a los resultados de pruebas estandarizadas y que perdió de foco a las personas a las que evalúa. Personas que cuando bajan el lápiz, antes de que sus exámenes sean corregidos por una máquina, son líderes de un grupito de amigos, hacen deporte y trabajan en equipo, ayudan en un comedor, son buenas personas, están pasando un mal momento afectivo por la pérdida de un abuelo, tocan la guitarra, y, básicamente, enriquecen las otras muchas facetas que conforman su persona. Ojalá la meritocracia sea inclusiva y, sobre todo, más humana, atendiendo el desarrollo pleno del hombre y no sólo de su cerebro. 

La nota de La Nación es muy buena y concluye en una posición interesante y con la que estoy en parte de acuerdo: el sistema puede mantenerse, siempre que se le de la oportunidad de integrarse a quienes no alcanzan los méritos suficientes para ocupar una posición de élite. Estoy seguro que si son incluidos desde el principio y se busca un desarrollo más integral, van a ser poquísimos quienes estén en esa situación. Todos aquellos que, por cualquier tipo de limitación o incapacidad quedaran fuera de este sistema, deben ser incluidos solidariamente. Una sociedad inclusiva y justa sólo lo es cuando todos sus miembros, más allá de su condición, encuentran un lugar. Como homenaje a un grande, cierro con una de sus frases, "por lo menos, así lo veo yo".