martes, 26 de marzo de 2013

El poder de una idea

"¿Nos queda algún tema en la agenda?" - preguntó la Ministra a su secretario, ese tipo de máxima confianza con quien no tenía secretos. "Los planes. Ud., Ministra, tenía una idea para comentarle a los referentes barriales" - respondió. Es que una Ministra tiene muchos temas en la cabeza y necesita, sin dudas, de gente de máxima confianza que la ayude a organizar la demanda infinita de cosas que se esperan de ella.

Los planes sociales. Esos planes que no iban a repartir en orden de necesidad, sino de afiliación y confianza, desnaturalizando el fin de los mismos planes y del mismo Estado. Desnaturalizando a los beneficiarios de los planes y, finalmente, degenerándose, o desnaturalizándose -que en este último caso, son sinónimos- ellos mismos.

Esos planes condicionales estaban pensados para superar lo que Sachs, un economista que trata temas de desarrollo, llama "trampas de pobreza". Para poder superar una trampa de pobreza hay que darles una mano a los pobres, un empujón necesario para que con la inercia puedan mejorar sus vidas, y las de las generaciones que vengan atrás.

Condicionales porque supuestamente siguen la siguiente lógica: "si..., entonces...". "Si sus hijos van al colegio, entonces cobra la Asignación Universal"; "si hace los cursos de capacitación o si cumple con tal oficio en determinado horario, entonces cobra el plan Argentina Trabaja"; y así. Y si bien la naturaleza condicional de los planes permanecía intacta, se cambiaron, justamente, los contenidos de la afirmación condicional. Ya no buscando el desarrollo o la inclusión, sino lo que más beneficiara al político de turno. "Si asistís a tal acto, entonces..."; "si participás de tal proyecto, entonces..."; "si votás a tal candidato, entonces...". Sería dudoso decir que los beneficiarios son los que lo necesitan, o sea, los más desahuciados: los beneficiarios de los planes desnaturalizados son, en última instancia, los políticos de turno que hacen un uso inmoral de los instrumentos del Estado. Me estremezco al pensar sobre la gravedad moral de afectar negativamente a miles de personas... Ufff, no quisiera estar en esos zapatos, ni hoy, ni nunca.

Los planes. Esos que en vez de generar inclusión, pueden generar lo más pérfido, que es incapacitar al hombre. Hacerlo bobo. Esclavizarlo. No con hierros y cadenas, sino atontando su espíritu y robándole la iniciativa creadora, la capacidad de emprender, la esperanza. Y no hay nadie más peligroso, ni más fácil de manipular, que un hombre desesperado. Porque alguien que perdió la esperanza es, por definición, eso: un desesperado.

Y peor que un hombre desesperado, es una familia desesperada. Peor que una familia, una comunidad. Y más grave que una comunidad, es una generación desesperada.

O dos.

O tres...

El poder de cambiar una cultura, por completo, solo con una idea. Y de eso se trata esta entrada. Sobre el poder de las ideas.

Qué regalo grande y qué carga pesada es, a la vez, la libertad. 

El poder de una decisión. Tan chiquita, tan habitual, tan nuestra, tan obvia. ¿Somos conscientes del efecto de nuestras acciones? ¿Del peso sobre la realidad de nuestras ideas? ¿De la forma como, queriendo o sin quererlo, transformamos la realidad?

Y antes de una decisión, el poder de una idea, de un sólo pensamiento. Su capacidad de cambiarlo todo.

El viejo refrán chino sobre el que se creó el concepto de "efecto mariposa" dice que el aletear de una mariposa puede cambiar el mundo. Qué exagerados son los chinos. Una mariposa. Ni siquiera eso, ¿para qué tanto? El efecto de un pensamiento puede cambiar el mundo, totalmente.

No por vibraciones cósmicas ni por ninguna de esas nuevas ideas sobre atracción universal. Una idea suficientemente fuerte se encarna y se vive, se expresa, se hace acción. Ella sola. Es autónoma y libre. Te posee y te condiciona de una manera que ya no percibís pero que es real. Está ahí.

Por eso los viejos sabios medievales, que de didáctica sabían mucho, decían que se enseña, antes que con palabras y con obras, con lo que uno es.

Y quizás, sin darnos cuenta, le hayamos enseñado a la Ministra que el fin justifica los medios y que la acumulación de poder es algo deseable en sí mismo y no con miras a hacer el bien y para servir a los demás. Probablemente nadie se lo haya dicho. Ella lo aprendió sola. Mirando. Siendo.

Cuidado con los pensamientos. Cuidado y bienvenidos. Se los dice alguien a quien las ideas lo atosigan, literalmente.

Pienso en ese político o ese asesor de político que vio en los planes sociales un instrumento de dominio. En aquella persona que lo ideó por primera vez. Simplemente, cambió el mundo. Una idea que quizás tuvo en la ducha, corriendo, teniendo sexo, charlando con un amigo en estado de ebriedad, mientras leía, quién sabe.

Pienso en el militar belga que tuvo la brillante idea de seguir acrecentando las diferencias eternas entre tutsis y hutus, en Rwanda. Pienso en el primer tipo que odió a un judío, a un católico, a un homosexual o a un inmigrante. Y quizás ni siquiera lo verbalizó, simplemente fue. Pequeñas ideas que transformaron el mundo. Una especie de TEDx, al fin y al cabo.

Es imposible medir el alcance total de nuestras acciones. Lo que no quiere decir que sea imposible juzgar su moralidad, aquí y ahora. Pero nunca somos del todo conscientes de "hasta dónde" llega nuestra acción ni de las consecuencias que tiene sobre la realidad.

Por eso me siento obligado a examinarlas. A pensar mis pensamientos. A volver sobre ellos. A re-flexionar. A no vivir con una idea implantada, cuyas consecuencias no conozco y que no sé de dónde saqué.

Escuché muchas veces que sería increíble conseguir esa máquina de la película Matrix, esa que te enseña cualquier cosa en sólo unos segundos. Ideas implantadas. ¿Matrix? Gracias, pero no. Prefiero el esfuerzo de pensar. Para Matrix ya tenemos la tele, la cultura, los prejuicios, lo que vemos todos los días en la calle. Lo que es. Prefiero pensar, sabiendo que ignoro la mayoría de las cosas que conozco.

El poder de una idea es capaz de transformar el mundo. Totalmente.

Ideas, tan inofensivas que parecen: son la trinchera de la existencia. 

jueves, 14 de marzo de 2013

Un Papa Argentino

Hay que decirlo, Dios es un maestro.

Porque claro, para nosotros, los cristianos, es el Espíritu Santo quién elije a los Pontífices. Por eso el viejo refrán: "Quien entra al Cónclave como Papa, sale Cardenal".

Hay otra lógica, ajena a la rosca política y a todo eso que se le critica a la Curia de Roma. Sí, hay internas, hay diálogos, hay grupos, como en todo lo humano. Pero también está la mano de Dios. Curiosamente, la mano de Dios. Si antes nos había prestado la izquierda, ahora tenemos también, por un rato, la mano derecha.

Un Papa no europeo ya me parecía una tremenda revolución. Un Papa asiático, africano o latinoamericano, un flor de lío. Lo que definitivamente no me esperaba, ni siquiera sé si deseaba, era un Papa argentino... Pero al escuchar "Georguim Marium" en la voz temblorosa del Cardenal francés más anciano, se me erizó la piel. "Beroglio" le entendí. ¿Dijo Bergoglio? "Jorge Mario Bergoglio, ¡es Bergoglio!" - deduje, aunque todavía sin animarme a estar del todo conmocionado. Al confirmarlo, no podía estar más contento, exultante, jubiloso, radiante. Emocionado, conmovido, vibrante. Un Papa que conoce nuestra Ciudad, que creció en Flores, fue a una escuela técnica, anduvo siempre en colectivo y se tomaba la línea A del subte... Uno que toma mate, dialoga con todas las religiones, conoce la pobreza, no tiene pelos en la lengua ni miedo de enfrentar a los poderosos. El que habló de la trata, del narcotráfico, del paco, de los prostíbulos, del juego...

Pero todo esto es un análisis provinciano. Como eso que también escuchamos de los supuestos vínculos con los militares, las silbatinas y los comentarios mal intencionados. A no darles bola. No son más que eso, análisis y críticas provincianas, de quien no alcanza a entender la importancia, relevancia y grandeza de un evento histórico concreto. Porque la dimensión de este evento es sobrenatural, antes que natural. Este mal de los argentinos de salir a tomar lista para ver qué hacía cada uno durante los años del Proceso o la dictadura. Qué bárbaro. Tiene que aparecer nuestro Premio Nobel de la Paz para que por fin se acallen estos rumores. A pesar de la enorme alegría que se palpita en todas las personas, hay algunos en quienes se cumple la vieja profecía: "Nadie es profeta en su tierra".

Volvamos, un Papa que eligió, como nombre, "Francisco". Qué lindo. ¿En qué estará pensando Dios? ¿Será, como me animo a palpitar, que el clamor popular, ese que exigía una Iglesia no escindida entre los que se regalaban a los más pobres, los que cuidan a esos millones de enfermos de HIV en África, la que mantiene hospicios, orfanatos, escuelas y está en todos los confines del mundo y la otra, la de la jerarquía, la que se critica, la que se vincula a los Vatileaks y a los escándalos económicos, sean, por fin, la misma, una, universal? ¿Será que el camino está no tanto en la -necesaria- sabiduría teológica sino en combinarla con saber mostrar la vulnerabilidad que nos hace ser humanos? Y un Papa que viene del fin del mundo a mí me ilusiona en ese sentido. Pienso en una Iglesia que sale, evangelizadora, al mundo. La que se encuentra con todos. La que recibe a aquellos que son invisibles. La que dialoga con todas las religiones y es mediadora en los conflictos. Me imagino al Papa, tal como lo hizo muchos Jueves Santos, lavándole los pies al personal de maestranza, o a algún enfermo, dándole importancia a esos sacramentales que son signo de humildad. Pero más allá de las tareas del mundo, me ilusiono, también, con una Iglesia espiritualizada, más desapegada de los cánones terrenales, atenta a los votos de pobreza. La que lleva, sobre todo, a Dios a todos lados. Francisco. Un sólo nombre que me dice muchas cosas. Una Iglesia de paz y bien.

Por ahora, tal como lo hizo con mucha grandeza Benedicto XVI, quien se retiró a una vida de oración; y tal como nos lo pidió Francisco, nuestro Papa, a nosotros, el pueblo: nos queda rezar por él. Mucho. Y de los dones que noto que se derramaron en nuestra patria, el primero es ese: que mucha gente sintió un entusiasmo renovado ante la noticia. Que Dios quiera que se convierta en fe, en esperanza y, sobre todo, en acción transformadora de amor. Rezar. Quizás lo más silencioso. Lo que nadie nota. Lo que nadie sabe. Lo más humilde. Rezar. Eso es lo que se nos pide.

En agradecimiento, por este don tan inesperado y tan particular. En alabanza, para glorificar a este Dios tan sorprendente que tenemos. En plegarias hechas ruego, para darle fortaleza, paz, paciencia, una mirada misericordiosa y mucho amor a Francisco I.



lunes, 11 de marzo de 2013

Las aventuras de la diferencia

(Le robé el título a Vattimo, aclaro)

Cerrás los ojos, aunque las luces de neón intermitentes y los leds se cuelan, invasivos, hasta dentro de tus propios párpados, iluminando la intimidad más propia, la que te da estar con vos mismo, en esa supuesta "absoluta oscuridad". La marea humana se hace sentir en la forma de rozamientos, vapores y de la percepción de movimiento alrededor. El suelo vibra al ritmo de los bajos, mientras escuchás algo que te dijeron que es koreano, que dice así como "Upa Gangnam Style". Podés estar en Buenos Aires, en un boliche de moda, para chicos de clase alta. O en Rosario. O en Salta... O en Lima, o en New York, o en Bangkok, o en Bucarest, San Petersburgo, Bali, Ciudad del Cabo o, quizás, en Sydney. Sobre la universalización de la cultura o sobre cómo, a pesar de ser distintos, nos queremos parecer cada vez más.

Hace unas semanas, volviendo de un viaje con Guada, nos quedamos varados por un día en Japón. "Bueno, aprovechemos para ver un poco de qué se trata este país" - le propuse a la flaca, quien accedió sonriente. Nos pusimos toda la ropa que teníamos porque hacía bastante frío y fuimos a dar una vuelta por Narita, vestidos como momias. Nuestro hotel tenía un servicio de colectivo que conectaba nuestro edificio con un centro comercial y hacia allá fuimos. No teníamos mucho tiempo para comer ya que el último bus del día terminaba su recorrido en nuestro hotel y pasaba por el shopping en sólo 45 minutos. "¿Qué te parece si comemos sushi?" - propuse, entusiasmado. Es que ir a Japón y no comer sushi es como irte de la Pampa sin un buen asado. "Obvio, vamos". Rápidamente buscamos un lugar donde vendieran sushi. Al entrar, como era esperable, todo estaba, literalmente, en japonés, motivo por el cual no entendíamos nada, ni siquiera los números (cosa peligrosa cuando uno se sienta a comer en un lugar que no conoce). La moza no hablaba inglés, menos español. Además de no entender el menú ni poder comunicarnos con la moza, el restaurante era, al menos para nosotros, novedoso: el sushiman estaba en el centro de un cubículo de unos 30 metros cuadrados; rodeándolo, como si se tratara de una barra, estaban "las mesas", que todas miraban hacia el chef. Alrededor del cubículo, una pequeña cinta transportaba piezas de sushi, en platos de diferentes colores. Guada me miro fijamente y me dijo con autoridad: "tenemos que pedir, comer y pagar en menos de 40 minutos y no sabemos pedir, cómo comer ni cuánto va a salir". Tenía tres veces razón y, como suele pasar en nuestra relación en circunstancias como estas me limité a tener la última palabra "tenés razón". Prosiguió: "hay un Subway en la puerta donde nos dejó el ómnibus, si querés nos podemos comer un sandwich y después nos queda tiempo para dar una vuelta". Era una buena idea. Y eso fue lo que hicimos.

Y lo curioso es eso. Que estás es Japón, o en la India, o en España, o en Camboya, o en Perú, o en Costa Rica, o en Brasil, o en Egipto, y comemos lo mismo... Y eso me hace un poco de ruido. Porque en Japón, en la India, en España, en Camboya, en Perú, en Costa Rica, en Brasil y en Egipto tienen comidas locales, que seguramente sean todas muy ricas, o, al menos, diferentes a las propias. Comidas que serán parte de una tradición, que fue recibida por alguna generación, hecha lección de cocina. Pero cuando viajamos, en vez de descubrir ese aspecto de la cultura, nos lo perdemos por ir a "lo conocido". No por brutos, sino porque nuestro cerebro, que es vago, siempre prefiere lo que menos energía le consume: si es posible, no pensar. La homogeneización de las culturas se puede dar de diferentes maneras, pero cuando hay una que se impone sobre la otra, hasta que la hace desaparecer, a eso, en Sociología, se lo llama "aculturación". No hace falta que se de por medios violentos. No digo que haya pasado esto, pero sí me parece que está pasando, un poquito sin que nos demos cuenta. Y me parece que está pasando cuando veo que los restaurantes se parecen cada vez más, en todos lados. Cuando veo que los cafetines, de esos que quedan por Microcentro, donde si vas muchas veces seguidas el mozo te saluda y te llama por el nombre, o te dice "Dr.", le ceden su lugar a Starbucks, donde sólo saben mi nombre porque está anotado en un vaso descartable. Y seguramente a muchos esto les haga ruido. "Son las leyes del mercado"; "es lo que la gente elige"; "es el progreso"; "es la que hay". Sin embargo, es algo que a mí no me gusta. Sí, los mercados son globales y el alcance de las marcas es universal. La gente, de hecho (y yo me incluyo: me encantan el Big Mac y el frapucchino de dulce de leche), elige esas marcas globales en desmedro de los emprendimientos locales. No digo que haya que subsidiar negocios privados deficitarios ni castigar a los emprendedores que ponen una franquicia de alguna cadena de comida rápida internacional. Simplemente señalo algo que no me gusta, aunque yo sea, incoherentemente, a la vez, parte del problema y de la solución. No sé cómo resolverlo, simplemente sé que me incomoda y que no quiero imaginarme un mundo donde todos perdemos parte de nuestra identidad cultural para abrazar un ideal "global", encarnado por una marca que hace comida de dudosa calidad nutricional. Me gusta más un mundo donde estás en Egipto y pedís algo apuntando al menú, ese que no entendés, o directamente a lo que parece más apetecible en un charanguito por ahí, sin saber bien qué es, y te dejás sorprender. En un mundo donde en Turquía probás las famosas "delicias turcas", que de deliciosas tienen sólo el nombre. Donde estás en España y te vas de tapas y pinchos, o sentís la hospitalidad "pura vida" de un buen manjar costarricense.  Donde hay comidas regionales y gourmets locales. Nunca me voy a olvidar de las "hamburgruesas" de Charly, que era un tipo con una parrilla chulengo en Máncora, en Perú. Y fíjense, ¡estoy hablando de un tipo que hacía hamburguesas en un, entonces pueblo, hoy ciudad, frente al mar! No soy un talibán, simplemente celebro lo local, que me parece más auténtico, y autóctono, a la hora de conocer un lugar cualquiera. Esta crítica le va a parecer, a muchos, inaceptable. Al menos, difícil de comprender, o una postura con la cual no se siente, siquiera, empatía. Admito que soy un exponente un poco particular de la centro derecha.

Y si solo fuera la comida... Pero no.

Es la ropa. Es la forma de divertirnos. La manera como nos comunicamos. Los mandatos que tenemos: ufff, los mandatos. Y se va dando la unificación de los criterios estéticos y, quizás más llamativo todavía, de los parámetros antropométricos, de "las medidas perfectas", como si las mujeres de Indonesia, de Sudán, de Brasil y de Ucrania fueran si quiera parecidas.

Y de repente ya no sé distinguir con tanta facilidad entre una mujer joven, una adolescente agrandada o una señora no tan grande.  Es que usan todas... lo mismo. En todos lados. Todas se quieren ver igual aunque sean diferentes.

Es lógico que al estar más cerca, producto del proceso de globalización, influyamos más sobre los demás. Es lógico. Pero no sé si me gusta, aunque no sepa bien qué proponer ni cómo llevarlo a cabo. Después de todo, cualquier idea es, en algún momento, incipiente, inmadura y verde.

Y no, tampoco es cuestión de romper todo, como los movimientos anti-globalización. Tampoco es cuestión de extremar lo local, al punto de detestar lo foráneo. Ni que hablar de los grupos terroristas, que ven en el diferente a alguien peligroso, que merece perder la vida, simplemente por el hecho de tener una proveniencia distinta a la propia. Qué locura. Pero tampoco es cuestión de abrazar acríticamente tradiciones tan ajenas como Halloween, que nada tienen que ver con nosotros. Nada. ¿Será que hace falta encontrar, como en todo, un prudente justo medio? ¿Y si en el camino se nos pierden algunas cosas que no recuperamos? Qué miedo. Quizás mientras le encontramos la vuelta seguimos comiendo una comida que nos cambia no solo el cuerpo, sino también la forma de ver las cosas, y mientras se nos pierdan algunos lugares tradicionales de la Ciudad. Quizás. Y sería una pena.

No todo lo extraño es malo. De la misma manera en que no todo lo extraño es bueno. El problema, al menos para mí, es la falta de crítica, es copiar por copiar, es ser universalmente iguales. Después de todo, casi todas las cosas que tenemos fueron gracias a la generosidad del desarrollo de otros. En términos culturales, Argentina, ese crisol de razas, se nutrió de lo más particular de los locales y los europeos. Y ahora lo sigue haciendo al seguir recibiendo a muchos latinoamericanos, que de a poco van mostrándonos otras muchas formas de ser que son igualmente válidas a las propias y de las que aprendemos, en un marco de apertura y respeto.

Una idea, no ajena a potenciales críticas, incluso propias, es argentinizar o, en términos más globales, localizar, hacer local, todas las cosas. Y que los call centers, el marketing, el delivery y muchas otras cosas que ya nos acostumbramos a decir en otra lengua, se digan en castellano, no de Castilla, sino de Argentina, ese que dice "che, vos, boludo, mercadeo, entrega a domicilio y centros de llamado". Es una idea. Qué se yo.

No sé cuál es la solución. Es más, ni siquiera sé si este es un problema. O si es la descripción de un movimiento sociológico inevitable. Después de todo, nuestra cultura seguramente haya cambiado horrores si la comparamos con hace cien, doscientos y trescientos años. Casi repitiendo a Heráclito parece que todo cambia, fluye, se mueve y nada permanece... O quizás esta reflexión sea una simplificación del torbellino que deviene hecho mundo global y del que simplemente capto esta intuición: "cuidá lo propio". Y esta es la mejor manera en que pude hacer palabras algo tan imposible de expresar como una intuición, ese saber sin razones, pero que a nivel subjetivo es enteramente cierto de todas maneras. Es que lo que realmente me rebela es saber que las diferencias, bien llevadas, están buenísimas. Y son una aventura más interesante y enriquecedora que la homogeneización de lo distinto. Pensar en un mundo de iguales me aburre mucho. Muchísimo. Me parece, incluso, que sería un mundo que hace mucho el ridículo.

Abro al diálogo. Después de todo estar en Pampa y la Vía es un poco esto, saber que no sé nada. Quizás, entre todos, podamos parir alguna verdad. Y divertirnos en el camino. Quién sabe. Tienen la palabra.



viernes, 1 de marzo de 2013

Mis amigos, los filósofos

La primera vez que festejé mi cumpleaños habiendo comenzado el tiempo universitario, invité a toda la gente con quien compartía algún ámbito de mi vida: allí estaban "los del colegio", "los de rugby", "los de la facu", "los de la misión", etc. Uno de mis amigos del colegio, de esos de "toda la vida", con quien había compartido no sólo el aula, sino también miles de entrenamientos y partidos, y con quien había hecho algunos viajes, me preguntó: "tus amigos de la facu, ¿vienen de trabajar?". Mis otros amigos "del colegio" estallaron en una sinfonía disarmónica de carcajadas estridentes. Era sábado. Se reían de la forma como se vestían, siempre tan formales, mis amigos los filósofos.

Lejos de cualquier estereotipo, en la Facultad de Filosofía descubrí gente tremendamente disciplinada y estudiosa; responsable y laboriosa. ¿Dónde están los hippies que se preguntan sobre el sentido de la vida? Esos quizás se pusieron un bar en la playa y, no niego, pueden ser excelentes filósofos. Sin embargo, si Uds. vieran el compromiso con la Verdad de los que deciden estudiar Filosofía, que no es otra cosa que hacerse esas preguntas y buscarles respuesta, sistemáticamente, quedarían anonadados y gratamente sorprendidos. A mí me pasó. Es fascinante.

No mucha gente conoce a algún filósofo... Es que si somos muy optimistas, cada año se recibirán, aproximadamente, unos 250 filósofos profesionales. Mi cálculo: no debemos ser muchos más que 20.000 en todo el país, por lo que si tomamos 40.000.000 como el número total de argentinos, somos uno de cada dos mil, o el 0,0005% de la población. Poquitos.

Bueno, es lógico, es una profesión que, evaluada en relación a su utilidad, no sirve para nada. Pobre Guadalupe, quien ahora descubre que su padre (una especie de MacGyver argento, capaz de arreglar un auto con una cortaplumas mientras hace un asado de achuras y chequea que los caños del baño estén destapados) es poseedor de todas las características de las que carece su novio, quien, para colmo, es filósofo. No ingeniero, carpintero, plomero, electricista, chef, organizador de eventos ni, acaso, barrendero... Qué desastre. Así que mientras el filósofo, concentrado en las cosas más elevadas, reflexiona, quizás leyendo, quizás mirando una pared, la pobre Guadalupe se escandaliza del polvo que mis ojos no perciben (aunque mis plantas a veces lo denuncian), de las lámparitas que siguen sin ser cambiadas (causando una ausencia de luz que empeora notablemente mi visión) y la comida que debe ser, encima, cocinada. Estas cosas distraen al filósofo. Pero salgamos de los casos particulares para volver a la Filosofía y a mis amigos. "¿Cómo que no sirve para nada?" - dirá quien valora algún texto que lo hizo reflexionar, escandalizado. Es que no, no sirve para nada. Fue una de las primeras lecciones en la materia más introductoria de primer año, su nombre lo dice todo: Introducción a la Filosofía. Y allí, estupefactos, escuchábamos al mismísimo decano de la Facultad de Filosofía y Letras afirmar, con absoluta seguridad: "La Filosofía no sirve para nada; y digo esto porque la Filosofía no está al servicio de ningún fin práctico, no es un medio útil, no sirve a otro: no sirve para nada porque no tiene utilidad práctica". Cinco años de carrera estudiando latín, griego, materias que por suerte están en cuarto año, que es el tiempo que te toma aprender a pronunciarlas, como Gnoseología, y todo eso para nada. ¡Buena decisión! Nadie más feliz que el padre de un alumno de primer año de Filosofía...

Como hay muy poquitos filósofos y es muy probable que mucha gente no conozca, siquiera, a uno, déjenme contarles cómo son y cómo es tener muchos amigos filósofos. Mis amigos, los filósofos, eligieron estudiar una carrera que no sirve para nada. Eso solo ya los hace personas bastante interesantes. Porque en un mundo donde la mayoría de las cosas son interesadas, donde tenemos una mentalidad especulativa, economicista, que intenta racionalizar los medios para ponerlos al servicio de los fines que alguien pretenda alcanzar, acá tenemos a diez personas que funcionan mal. Diez personas, sí, esos pocos son mis compañeros de Filosofía.

Haciendo mejor las cuentas, quizás seamos menos de 250 por año, pero bueno, seamos optimistas. No sólo estudiaron una carrera que no sirve para nada, sino que además, la gran mayoría, estudió idiomas, para poder leer, en su lengua original, a los más diversos autores: italiano, inglés, alemán, francés. Algunos leen en latín de corrido, ¡y entienden! Cosa asombrosa la Filosofía. En algún momento dije que decidirse por esta carrera es como estar muy enamorado de la más fea del barrio: es un hueso duro de roer, pero cuánto se hace querer, es fortísimo. Los filósofos, antes que nada, son tipos enamorados. Por eso, quizás, se los vea siempre tan distraídos.

Una reunión de amigos es algo apasionante. Es escuchar los mismos cuentos miles de veces, reírnos como la primera vez con cada uno, mientras el narrador designado le agrega algún nuevo color, probablemente inventado, a la vieja historia que nutre nuestra amistad. Y mientras tomamos un fernet, o una cerveza, nos reímos ruidosamente, gritamos y repetimos los viejos rituales que inventamos (y heredamos) hace ya casi quince años de juntarnos a comer asados. Obviamente también es discutir, airadamente, sobre política, sobre religión, sobre deportes, sobre negocios, sobre trabajo, sobre nosotros mismos. Es compartir las alegrías y los dolores. Es un ámbito de incondicionalidad respetuosa, donde conocemos los límites, pero a veces nos animamos a traspasarlos para medir las reacciones de los otros. Es saberse querido y valorado, más allá de los abismos hermenéuticos y de las posiciones irreconciliables. Una reunión de amigos es algo realmente apasionante.

Las reuniones de filósofos son parecidas, pero distintas. No son tan apasionadas. Allí todos se escuchan, siempre. No se grita tanto. Se discuten ideas y no se critica a la personas que las sostienen. Eso es algo notable e incomparable. Todos saben lo que es una falacia ad hominen, por lo que nunca, en diez años de amistad, escuché una referencia negativa sobre alguien, aunque sí muchas críticas -en el sentido de "juicios para discernir un tema"- de la opinión de alguien. Es un ámbito de absoluta tolerancia y de un pluralismo que no conoce ni la ciudad más cosmopolita. Es que así fueron entrenados: tratan con respeto ideas tan delirantes que ni los hippies del Bolsón, en el más fuerte de sus "viajes", podrían llegar a imaginar: que somos ideas divinas, que todo es material, que el alma está encarcelada en el cuerpo, que estamos hechos de elementos primigenios que se unen o separan según son informados por el Amor o el Odio... En fin, se han acostumbrado a escuchar, y a respetar, a todos. Si en una reunión cualquiera existen unas diez opiniones e ideas, en una reunión de filósofos esos números se multiplican exponencialmente. Todos piensan sus respuestas y hablan desde sus lecturas y experiencias. No son tan impulsivos como el resto de nosotros. Se discuten autores. No se habla tanto de negocios ni de fútbol. Las cosas que pasan en la actualidad se leen a través de conceptos macro que ordenan el pensamiento: maniqueísmo, funcionalismo, biologicismo, entre otros muchos "ismos", que nunca son, por ejemplo, como "turismo". No son más inteligentes, pero sí mucho más dedicados y enfocados: aman estudiar. Yo, que siempre estuve entre los más brutos de mis pares filosóficos, aprendo mucho estando con ellos.

No puedo dejar de darle una respuesta a la típica pregunta: "cuando terminan la carrera, ¿qué hacen los filósofos?" Mi opinión es que son muy creativos. O un poco caraduras. Es que conozco muchos filósofos que se dedican a la docencia y a la investigación, pero los hay también estudiando MBAs, dirigiendo empresas, en el Estado, siendo líderes sociales, en el mundo del periodismo, en el seminario, músicos (sí, como si no les hubiera alcanzado con equivocarse una vez de carrera), entre, créanme, varias otras salidas laborales. Conocí uno que trabajaba en un banco: me sigue pareciendo un caso increíble. Para ser tan pocos son muy creativos, definitivamente. Y lo más curioso es que son humildes: atrévase a llamar "filósofo" a un filósofo y la respuesta, irremediablemente, será: "bueno, intentando, soy estudiante/profesor/licenciado/doctor en Filosofía, pero filósofo, como quien dice, Filósofo, no". Entonces, mientras los abogados se hacen llamar doctores, sin nunca haber hecho mérito para tal distinción académica, acá tenemos a los filósofos, negando su condición, por sentir que el título, a pesar de todos sus esfuerzos, les queda grande. Qué bichos raros. Si bien han estudiado mucha lógica caen en una contradicción evidente, que es, por un lado, afirmar que todos somos filósofos, porque todos, irremediablemente, nos preguntamos por aquellas razones últimas de las cosas y buscamos darle una respuesta personal a esos interrogantes, y, por el otro, sentir que sólo los grandes filósofos que entraron al Panteón de la Historia de la Filosofía, son filósofos.

Pero bueno, estas líneas, quizás algunas exageradas, quizás no todas aplicables a todos los filósofos argentinos o a sus grupos de filósofos amigos, sí describen mi manera de percibir, conocer y querer a mis amigos, los filósofos, con quienes tengo la dicha de poder seguir caminando, y pensando, este peregrinar que es la vida. Y para que no los imaginen de una manera más bizarra de lo que ya los representé en estas pocas líneas, les presento, finalmente, a mi grupo de amigos, enamorados de la Verdad: