viernes, 12 de abril de 2013

Crónica(s) de una inundación anunciada

Siempre me gustaron mucho las tormentas. El placer que me produce tomar algo caliente mientras admiro cómo cae el agua incesantemente y los relámpagos iluminan el cielo sólo es comparable a la cocción, siempre hipnótica, de las brasas; al horizonte reposando sobre el mar y su oleaje; a las vistas desde la inmensidad de la montaña; o a la armonía de una noche iluminada por estrellas eternas e inalcanzables. La grandeza de la naturaleza me deja pasmado, me hace sentir chiquito y le da lugar al silencio, que es la olla donde se cocinan las ideas y los sentimientos.

La tormenta del 2 de Abril fue diferente a las tormentas que tanto disfruto. Entrar a tu casa y encontrar todo revuelto, usurpado, sucio, mojado. El agua había intrusado el hogar. Tuve una sensación de indefensión y vulnerabilidad. De exposición. Sesenta centímetros de agua, ni más ni menos, habían sido suficientes para mover un colchón que sólo dos personas pueden levantar, para voltear muebles y destruir todo lo que el agua tuvo de rehén, a su capricho. Volver a tu casa después de una inundación es una experiencia frustrante.

La flor de loto nace en medio del humedal y el pantano. Es un signo de renacimiento y esperanza porque, incluso en las circunstancias más desafiantes y desesperadas, hay lugar para la belleza y la vida. En mi comedor podría haber nacido una flor de loto, literalmente, porque las condiciones ambientales estaban perfectamente dadas, pero quedémonos con la imagen en sentido metafórico: en medio del dolor, de repente, aparecieron muchas personas que nos acompañaron, tanto a mí como a la flaca, con inmensa generosidad y empatía. Esa incondicionalidad sana cualquier posible frustración. Del dolor, nació el confirmar, una vez más, la presencia constante de las personas que están más cerca. Y eso, créanme, no tiene precio.

Después de unos días de trabajo intenso me terminé familiarizando con casi todos los artículos de limpieza que hasta hace poco eran miembros desconocidos de la cotidianidad doméstica. Y así, de a poco, empezó a resurgir el viejo hogar. Quizás un poco destartalado, sí, pero hogar al fin. Las pérdidas materiales, si bien "dolorosas", son anecdóticas. La vida, lejos de estar hecha de cosas materiales, está conformada por personas, decisiones y momentos. Y la verdad, por más que sea raro decirlo, esta mala circunstancia me hizo disfrutar nuevos momentos con las personas de siempre y, desde esa perspectiva, reafirmarme en mi amor por ellas, volver a elegirlas.

Nos estrujó el corazón saber que en La Plata las consecuencias del temporal habían sido mucho peores, llegando a inundar algunos barrios hasta dos metros. Después de haber sentido la mano firme y amiga hecha ayuda desinteresada, acompañar a la gente de La Plata no era simplemente un deber, era una necesidad: queríamos ir.

Y fuimos. Nos encontramos a media Argentina en la autopista, que estaba repleta de autos y camiones, llenos hasta el techo de donaciones y voluntarios. Fue una vista esperanzadora, de esas que te permiten soñar en una Nación grande, unida, mancomunada, amiga. A pesar de estar llegando a una ciudad que lo había perdido todo, se palpaba un aire de entusiasmo y compromiso.

La tragedia desnudó lo más puro del corazón del hombre, lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Por un lado, el escándalo político; la subejecución en las obras nunca hechas; las partidas reasignadas a propaganda y difusión; la apropiación partidaria de la solidaridad del pueblo; los oportunistas de siempre que suben el precio de los insumos más demandados; los "falsos" damnificados que encontramos vendiendo colchones a pocas cuadras de los centros de distribución; entre otras avivadas ventajistas. Por el otro, la mirada paciente de los inundados, que hacían largas colas para recibir ayuda; la presencia desbordante de voluntarios, que eran tantos que ya ni cabían a la hora de formar filas para cargar los camiones del Ejercito; la solidaridad del país entero, hecha un caudal infinito de donaciones que superaba cualquier posible pronóstico, incluso los más optimistas.

Junto con Guadalupe y dos amigos, estuvimos un rato en un centro de distribución de la Cruz Roja, pero nos sentíamos innecesarios: había demasiados voluntarios. Preguntamos en dónde hacíamos más falta y nos mandaron a una escuela a cinco cuadras. La escuela María Elena Walsh, justo delante del club Dardo Rocha. Abundaban las pecheras de "la juventud revolucionaria", pero no nos importó. Veníamos a ayudar. Además, hay experiencias que vale la pena vivir. Y la curiosidad siempre me puede. No me opuse. Entramos. Nuestra función era la de clasificar las miles de prendas de ropa, dentro de bolsas de consorcio negras, para poder agilizar el reparto de las mismas, según la necesidad de las personas. Doblar ropa de mujer nunca fue mi fuerte, por lo que, al ratito, encontré mi lugar en el mundo: dos señoras mayores tomando mate. Charla de por medio, mientras mis laboriosos compañeros corrían de acá para allá, descubrí que una era Madre de Plaza de Mayo. Algo sospechaba, por como hablaba de la Presidente. Ahí estaba yo, en un bunker de la Cámpora, rodeado de militantes del Movimiento Evita, charlando con una Madre de Plaza de Mayo que afirmaba que la Presidente es una "niña prodigio". En muchos sentidos, una experiencia inolvidable. Por suerte supe guiar el diálogo hacia otras cosas que nos fueran de mayor agrado a todos, como el compromiso de la juventud ante la tragedia y el tango. Me despedí con un piropo, como corresponde, cuando ellas me dijeron que pertenecían a la tercera edad y yo insistí en que, a lo sumo, estaban en la segunda y media. Sonrisas y besos. Partimos.

Al salir, llamamos a unos buenos amigos platenses que tenemos con Guada. "Naku, estamos en La Plata y queremos darle una mano a alguien que lo necesite, ¿sabés de alguien?" - pregunté. "Sí, nosotros", me respondió, entusiasmado. Naku y Lan se quieren de una manera tan tremendamente transparente, que no importa las circunstancias en que los vea, siempre me transmiten un sentimiento de profunda alegría. Si sesenta centímetros habían sido responsables de un lío colosal en Moldes, la forma cariñosa de denominar nuestro hogar, no se dan una idea de lo que son capaces de hacer dos metros de agua. La marea había arrancado portones y medianeras y, literalmente, había semi-vaciado la casa de nuestros amigos. Se había llevado todo. Menos, claro, las ganas de sacar las cosas adelante. Por eso ahí estaban, ella embarazada, empezando de nuevo.

Mientras limpiábamos, Naku nos contaba historias esperanzadoras, a la vez que desgarradoras. Sólo en esa cuadra habían fallecido tres personas, motivo por el cual desconfiaba de los conteos oficiales sobre las víctimas. Otra vez, lo más puro del corazón del hombre a la vista: desde el vecino que le había cerrado la puerta a una madre con sus dos hijos en brazos y el agua hasta el pecho, hasta el héroe anónimo que, con una soga y desde el techo de su casa, "pescaba" a las personas que la corriente derivaba a su capricho. Nadie sabe cómo va a reaccionar en una situación límite, pero definitivamente la adversidad nos planta de frente con lo que somos. Egoístas o solidarios; competitivos o colaboradores; inclusivos o discriminadores. Las historias tristes también eran muchas, desde una madre que había perdido a su beba en brazos, arrastrada por una corriente indómita e incontrolable, hasta el mecánico que, movido por un sentimiento de profunda responsabilidad, quiso atar los autos que le habían confiado y murió aplastado entre ellos. El dolor es inconmensurable. Sobran las palabras. Las historias asombrosas también fueron parte de nuestra tarde: justo en la casa de enfrente vivía una señora muy mayor, de 87 años, en una casa de una sola planta. Al subir el agua, la señora, entregando su vida, se acostó sobre el sommier, porque era incapaz de ensayar un escape de la trampa mortal en la que se había convertido su cuarto. Para su sorpresa, y la de todos, el sommier flotó, hasta dos metros, dejando su cuerpo casi pegado al techo durante unas horas que, me imagino, habrán estado cargadas de temor y esperanza. El agua bajó y la señora salvó su vida. Qué ironía, la inversión de toda lógica: contra toda suposición, mientras la anciana supo esquivar la doble cercanía con la muerte, la de su propia edad y la de la inundación, la recién nacida, una existencia en pura potencialidad, se perdió para siempre.

Caída la noche, decidimos volver. La autopista seguía cargadísima, tanto de ida como de vuelta. Miles de corazones conmovidos, hechos acción concreta, llevando donaciones y trayendo voluntarios agotados. Esa es la Argentina que me pone la piel de gallina y me hace suspirar profundo. Ojalá la sensibilidad social siga vigente, porque hay muchas personas que, sin agua ni catástrofe de por medio, necesitan de un pueblo unido y laborioso, que es capaz de regalar su tiempo con generosidad y entrega. Sin irse de la Ciudad de Buenos Aires, en nuestras villas hay veces en que las inundaciones suceden sin lluvia y vienen desde abajo, trayendo a la luz los desechos más desagradables. Qué injusticia.

Cuántas tragedias evitables son parte de esta gran catástrofe. ¿Dónde estuvieron, estos años, nuestras prioridades? A nivel político, tanto en la Ciudad, como en la Provincia y en la Nación, se destinaron fondos cuantiosos a la publicidad de la propia gestión, en una vanagloria interminable; a mega-eventos culturales y a la construcción de obras menores pero vistosas. Al final, el agua se llevó todo lo que cualquiera pudiera haber acumulado durante la fiesta del consumo y nos dejó indefensos ante el poder de la naturaleza. De poco sirven los electrodomésticos comprados, esos que mojados ya no funcionan, ni los espectáculos vistos, cuando cargo la constante incertidumbre de si me va a volver a tocar una lluvia así durante mi alquiler en Moldes. Vivir con miedo, esa es la consecuencia de una lista de prioridades políticas mal jerarquizada. Lo peor, ahora hablando desde la frivolidad de mi posición particular, es que las tormentas, esas que tanto me gustan, ya no me gustan tanto: los relámpagos que iluminan el cielo me despiertan un sentido de alerta e intranquilidad y ya no disfruto ver caer el agua incesantemente, sino todo lo contrario.




jueves, 11 de abril de 2013

La impotencia quejosa

"Es el momento para irse". "El país no da para más: esto explota". "Está todo mal, vamos para atrás". "Argentina no cambia más, hay miles de oportunidades mejores en otros lugares".

"No cambia más". En boca de un tipo de 30 años esa afirmación me estremece. No cambia más. ¿Está todo tan mal? Y si lo está, ¿realmente las cosas no pueden cambiar? Cuántos lugares comunes. ¿Por qué seremos tan pesimistas y quejosos, los argentinos? Sí, los mismos que en el exterior parecemos pedantes y soberbios, acusados de sentirnos superiores, mejores, en una mirada eurocéntrica: europeos, o vaya uno a saber qué.

Curiosamente, desde esa mirada, las cosas pueden cambiar en determinada dirección: sólo para peor. Pero pareciera que mejorarlas es una tarea tan titánica como inasible: más allá del alcance de cualquier posibilidad, no vale la pena el intento. Todo está perdido. Somos impotentes: no tenemos el poder de cambiar nada.

¿Vas a luchar contra los políticos? Son todos ladrones. ¿Y la Policía? Corrupta. ¿Las mafias? Están por todas partes. La inseguridad es omnipresente; la droga, un cáncer terminal que nos tiene moribundos; y la educación es un desastre, cada vez peor. Todo peor. Los sindicatos son nidos de ratas a los que les interesa su propio poder corporativo y no la representación justa de los trabajadores. ¿La gente? La gente ya no quiere trabajar, son todos vagos. Y cuando la mitad que trabaja se de cuenta de que lo hace sólo para mantener a la otra mitad, a la de los vagos, ahí vamos a ver qué pasa, ahí, vamos a ver... Se perdió hasta la moral. Todo anda mal: el transporte público, la salud, los servicios. Qué desastre.

Cambiar este país es imposible. Va a tomar generaciones, quizás siglos. Perdimos la oportunidad. Pasó el tren. No hay chance de que las cosas sean diferentes.

Me agoto sólo de escribirlo.

A veces me siento un tanto frustrado ante tanta frustración. Quizás estuve siempre entre los más ingenuos y, por tanto, fui y sigo siendo, siempre, un optimista empedernido... "Eso no es mirar la realidad", me han dicho. Puede ser. Pero verla toda negra, tampoco. Y sobre todo, sentirse absolutamente incapaz de cualquier cambio. Eso tampoco es mirar la realidad.

Dejemos de repetirnos y de convencernos de estas cosas. Los políticos no son todos ladrones, ni cerca. Puede que sean un poco maquiavélicos y pragmáticos, algunos no lo suficientemente preparados para sus cargos y otros totalmente ineptos, seguramente muchos piensen diferente y sostengan otras miradas del mundo que uno, pero ladrones... Ni los policías, corruptos. Muchos dan su vida en cumplimiento del deber, todos los días, luchando contra la inseguridad, esa que es grave pero que no es tan grave como en otros países a los que vamos de vacaciones porque "nuestras playas son horribles"... La droga es una porquería, estamos de acuerdo. Toda la droga eh, no seamos caretas. Y es cierto que los resultados de las pruebas internacionales de educación, como Pisa, nos dan cada vez peor, pero se explica, al menos en parte, porque seguimos pagando las consecuencias de una crisis terrible como la del 2001... Y sí, lo malo de las crisis no es que los ahorristas hayamos perdido nuestros dólares (porque la moneda nacional, claro, es una porquería desvalorizada), sino que nos quedan en el camino una o dos generaciones que ya no pueden ser educadas, que trabajan desde chicos, que no comieron suficiente, que son excluidas: en el fondo, generaciones que debemos proteger porque son nuestras. No es cierto que haya una mitad que trabaja y una que no. Hay mucha gente excluida y hay planes para incluirla. Podemos debatir sobre su eficacia, sobre su efectividad, sobre si logran lo que se proponen o si empeoran las condiciones de vida de la gente al quitarles la iniciativa y la capacidad de labrar su propia vida. Si es que eso es así. Podemos discutir. Pero no podemos seguir condenando. Ni mintiéndonos.

Si nos seguimos repitiendo que todo está mal, que nada va a cambiar y que nuestro país ya no vale la pena, nos mentimos a nosotros mismos. Esas cosas no son ciertas. Preferimos esa zona de confort, por más que sea negativa, como quien mantiene una relación masoquista porque no se anima al riesgo que implica saltar al vacío de la soledad. Preferimos tener esas malas ideas a no saber qué pensar o cómo hacer para pensar en positivo ni en qué medios poner en juego para alcanzar los fines que consideramos buenos. Preferimos pensar mal antes que elegir hacer algo, por chiquito que sea, para revertir lo que nos molesta. Hay veces en las que la queja es algo positivo y necesario: nos ayuda a reconocer una situación que nos molesta e incomoda. La queja no es esencialmente mala, pero si nos paraliza, es autodestrucción disfrazada de catarsis. Es convencernos de que no somos nada, de que no podemos cambiar nada, de que todo va a seguir igual, o peor.

Hay un montón de pequeñas acciones que hacen que nuestra realidad, de a poco, cambie. Cada uno de nosotros es actor de este circo, que es la realidad. Y como es una función improvisada, cada cual elige qué rol interpretar. Un ejemplo, si no te gusta que la Ciudad esté llena de papeles ofreciendo "servicios" de prostitución: arrancalos. No pasa nada. Arrancalos. Yo lo hago. La gente debe pensar que soy un degenerado insaciable que necesita el teléfono de innumerables prostitutas y que despilfarra sus escasos ahorros en placeres mundanos para disipados. Que piensen lo que quieran. Mi razonamiento, tan tercamente básico como simple es: estoy en contra de la trata y las mujeres son explotadas en prostíbulos. Esos mismos que se publicitan en cartelitos de papel pegados con boligoma en los semáforos. No pienso ser cómplice. Es una acción insignificante; sí. Una forma de tranquilizar la conciencia; quizás. Una falta de respeto a las verdaderas luchas, como la de Marita Verón; no creo. Es una acción chiquita, pero mía. Es un grano de arena. ¿Cuántos chicos se deben dedicar a pegar esos cartelitos en la Ciudad? ¿Unos 20? Seamos pesimistas, digamos que son 100. Sin embargo, en el más conservador de los cálculos, 300.000 personas deben ir a trabajar, cada día, a Microcentro. Me imagino a cada una sacando papelitos y sonrío, ahora, imaginándome a los pegadores profesionales, con el mismo sentimiento que Sísifo, al ver que su trabajosa tarea fue en vano. Depende de nosotros. Puede ser que sea una pavada... ¿Es una pavada? Mmmmm, no lo creo.

Hace poquito se inundó Moldes, que es la forma cariñosa de denominar nuestra casa... Se discutió sobre la ausencia de obras, sobre los créditos, las trabas para actuar, la política, los subsidios y los vecinos indignados. Pero no se dijo nada sobre los vecinos negligentes, esos que veo, siempre, sacar la basura en horarios y días erróneos, durante los paros de recolectores, las alertas meteorológicas y hasta durante algunas tormentas muy fuertes. Ellos también son responsables. Todos somos responsables. Por eso, todos podemos hacer una diferencia. Si funciona para un lado, también funciona para el otro. Se puede. Pequeñas acciones. Personales. Mías. Tuyas. No somos impotentes.

No soy un santo. Ni cerca. Sin embargo, no pierdo la esperanza: puedo ser mejor. El mundo puede ser mejor. Y el mundo está compuesto de muchas cosas muy chiquititas e insignificantes. Como "el mundo" nos queda muy grande, nunca empezamos ni por lo más chico. La tarea es tan descomunal que nos apichona. Yo no puedo cambiar el mundo, sólo. Quizás sí, quizás no. Hubo gente que lo cambió, sola. Yo creo que cada persona influye y puede cambiarlo. Y bueno, frente a grandes problemas, acciones colectivas. Imaginación popular. Pueblo hecho acción. Si no tiráramos la basura en la calle, no habría basura en la calle. Se puede cambiar. Depende de mí, de vos, de cualquiera. Sólo entre todos alcanzamos los bienes comunes: por eso son comunes. La limpieza en las calles. La paz en la sociedad. El respeto como norma. Con que uno ensucie, la calle ya no está limpia; si uno solo es violento, la sociedad ya no vive en paz ni en un marco de respeto. Mirémonos a la cara y demos el salto, el pequeño salto mortal. Volvamos a creer en el de al lado. Todo pasa por ahí, por volver a confiar. A abrir el corazón. A ser una sociedad y no una yuxtaposición de individuos egoístas y temerosos.

Elijo confiar en vos. Porque quiero otra sociedad. Estoy convencido de que juntos podemos hacer la diferencia. Solo dando ese paso, tomando esa decisión, podemos ser diferentes. Estoy seguro de que las cosas no están tan mal como nos las imaginamos. Que algún día habrá que luchar contra nichos de poder anquilosados en estructuras estatales, corporativas, culturales y sociales, sin dudas, de eso se trata la política. A no tener tanto miedo. 

Quizás, sólo quizás, si nos proponemos pensar así, algún día podamos vivir en un país mejor. 

Parece un discurso político. Quizás lo sea. ¿O acaso no todo es "político", parte de la polis, común, público, de todos? Ideas... Simplemente ideas que me caminan la cabeza en un momento de frustración. Frustración que no paraliza, todo lo contrario, me llena de iniciativa, entusiasmo y compromiso. Fundamentalmente, porque mis acciones cuentan. No soy impotente. 

Ni siquiera frente a la naturaleza, poderosamente caprichosa, somos totalmente impotentes. Podemos elegir, siempre. Es una cuestión de miradas, de cómo mirar, de cómo elijo mirar. Estoy seguro de que la solución está en cada uno, en re-descubrirnos capaces, visibles, poderosos, potentes, unidos. Optimista empedernido. Quizás. Pero no es un mundo que me imagino (you could say I´m a dreamer...) sino que anhelo y por el que vivo. Y, and I´m not the only one...

martes, 9 de abril de 2013

Rápido

Una profesora de la Facultad, una de esas grandes profesoras, organizó un "taller del alfabeto" hace varios meses, Muchos fuimos invitados a escribir sobre un tema que quisiéramos, respetando el orden del alfabeto, claro, una letra por mes. Fue, es y sigue siendo una propuesta fenomenal. Lamentablemente, participé muy poco. Aunque nunca es tarde. Creo que mis aportes fueron tantos como mis iniciales, lo que no es mucho... Les comparto lo que mandé para el mes de Marzo, cuando fue el turno de la letra "R":

Rápido:


Lunes, 6.45hs, despertador. Leo los mensajes y mails que recibí en el celular mientras desayuno. No tengo tiempo para hacerme una tostada. Me baño en 5 minutos y me cambio en otros 4. Corro al subte de las 7.30hs. Hacinado, adelanto mentalmente las ideas de la reunión de las 9.15hs. Los plazos de entrega están vencidos: hay que sacar ese tema hoy, sí o sí. Estamos tarde, como siempre. Llego al trabajo, y mi “hola”, fugaz, a la recepcionista no espera su cortés devolución. Vértigo, son 10 horas de actividad intensa. Me doy cuenta de que casi no almorcé. El día vuela. Dejé todo por hacer, pero bueno, mañana será otro día. Subte a casa. Ejercicio. Hay que correr para mantenerme sano. Una comida congelada, un resumen de noticias y a dormir, cosa que me cuesta cada día más. Hoy por suerte no hay que pasar por ningún lado ni hay eventos sociales. Fue un día extenuante. Y así, una semana, un mes y un año. Una vida. Dos vidas. Cien vidas. Mil vidas. Un millón de vidas. Una generación. Dos generaciones. Diez generaciones (¿Cuántas más van a vivir tan rápido?). Una Humanidad.

Amanezco, sin aire, como envuelto en un ataque de pánico. Siento un fuerte dolor en el pecho y mientras mi boca, totalmente abierta, inhala todo el aire de la que es capaz, me doy cuenta de que estaba soñando. Qué pesadilla horrible. Suena el despertador, son las 6.45hs. Es lunes.