viernes, 12 de septiembre de 2014

La inclusión no puede ser pan para hoy y hambre para mañana

Empecemos por explicitar tres obviedades que no voy a discutir. 

Obviedad número uno. Si hablamos de inclusión es porque hay excluidos. Gente que está en el margen, marginalizada, no en el centro, que no es parte, no participa, no tiene las mismas oportunidades, está afuera.

Obviedad número dos. Una sociedad inclusiva o una sociedad que quiere fomentar la inclusión (educativa/pedagógica/social/etc.) tiene el mandato (¿ético? ¿legal? ¿político? ¿todos?) de asegurar que todos aquellos que están al margen pasen a ser beneficiarios de los mismos derechos, oportunidades y obligaciones que el resto.

Obviedad número tres. Una parte de incluir es retener. Conformada por dos cosas obvias: primero, si no podés retener, no incluís. Segundo, la retención es una parte, no el todo. No alcanza con retener para incluir.

Estas son las premisas. Lo que nos debemos es un debate respecto a qué es la inclusión, cómo se logra y qué implica.

Lo primero que, en mi opinión, no es incluir, es igualar las oportunidades bajando la vara. Hay dos formas de promoción social o de lograr que las personas superen la pobreza: o mejoran sus indicadores sociales o cambiamos la definición de pobreza por una que sea más laxa. Lo mismo pasa con la educación: o los marginalizados y excluidos alcanzan el nivel que se espera de un alumno medio de un grado determinado, o le pedimos al alumno medio de un grado determinado cada vez menos conocimientos, habilidades y actitudes así todos pueden llegar a ese nivel. La forma de lograr esta inclusión "por definición" o "de escritorio" es romper los termómetros: si no quiero que haya pobreza, que no haya INDEC. Si no quiero que haya mala educación o una educación excluyente, bajo el nivel. Los números nos van a dar bien de cualquier manera. El problema es la realidad. La gente no va a vivir mejor ni va a estar mejor incluida y educada por más que las cifras sean increíbles. Es un cuento. Incluir es hacer participar de las mismas oportunidades, pero eso supone que se va a promocionar a quienes estaban afuera, no que se va a brindar algo peor para todos.

Si para incluir bajo el nivel de la escuela primaria, cuando los alumnos "incluidos" lleguen a la secundaria, la tasa de abandono va a ser muy alta, porque se les va a empezar a pedir que rindan con otro nivel de exigencia (hoy, dos de cada cuatro alumnos que empiezan la secundaria, la dejan). La mentalidad "de inclusión de escritorio" puede llevarnos, entonces, a bajar el nivel de la escuela secundaria para que nadie sea excluido (de los que terminan, sólo uno entiende lo que lee). Probablemente, cuando los alumnos de la secundaria inclusiva lleguen a la universidad, no cuenten con los conocimientos, habilidades y actitudes necesarias para encarar la vida universitaria. Si pasan el filtro del ingreso, ¿hasta dónde pueden llegar y cuánto van a tardar? La tentación, quizás, sea una universidad inclusiva, que baje los estándares académicos, así todos pueden tener un título universitario. La pregunta, que a veces con ironía escucho entre educadores, es: "cuando estés enfermo, ¿querés que te atienda un médico que hizo la universidad inclusiva o querés a un tipo que se quemó las pestañas y tiene todos los conocimientos necesarios para tratar tu enfermedad?". El supuesto es que la inclusión y la calidad no van de la mano. Entonces la inclusión es pan para hoy y hambre para mañana. Los chicos van a terminar una escuela secundaria que nadie va a valorar. Esta, quizás, sea una de las razones por las que la escuela pública viene perdiendo alumnado, que migra hacia la privada, a pesar de la inversión record en educación y de todas las políticas de inclusión educativa vigentes. Si la percepción social de la escuela es que baja el nivel para que nadie quede afuera, entonces no se valora. No quiero una educación así para mi hijo. Quiero darle lo mejor. Y lo mejor es inclusión y calidad. Si me paran frente a la disyunción exclusiva y tengo que elegir, y si además tengo los medios, lo mando a la privada. La razón no es ideológica. Es un tema de incentivos. Si me das algo gratis, pero malo, prefiero lo que me exija mayor esfuerzo, pero que valga la pena. Aunque suene mal, sea cruel y duela decirlo, estamos haciendo una escuela a donde van a parar todos aquellos que no tienen otra alternativa. En vez de ser una escuela inclusiva, es una escuela para excluidos. Incluir supone dar las mismas oportunidades, no simplemente retener. Los chicos tienen que permanecer en la escuela, obvio... y aprender, también obvio. Sino, es un cuento.

Entonces, la primera conclusión es que inclusión sin calidad no es inclusión, es otra cosa. Una escuela que no enseña no es escuela, es otra cosa.

Incluir es hacer partícipe de las mismas oportunidades. Dar las mismas herramientas. Des-marginalizar, hacer parte. Si no das las herramientas, no incluís. Hay que dar algo bueno. Que valga la pena. Que cueste. La meritocracia sin igualdad es un sistema perverso para que las élites mantengan su estatus de élites. Por eso hay que darle mucho a los excluidos, así igualamos oportunidades. Pero una vez adentro, hay que exigir parejo y alto. Tenemos con qué. Se puede. Es una decisión política que nadie quiere tomar, quizás por antipática. Implica evaluar la labor de los docentes, implica tener una base de datos organizada con la información de todos los alumnos y seguir los casos en que los chicos no estén yendo a la escuela (porque la educación es un derecho fundamental), implica poner más plata en educación para re-legitimizar la carrera docente, para que las escuelas sean lugares dignos, para que haya equipos pedagógicos y de apoyo para los alumnos. Y digo que es una decisión política porque con el plan Conectar Igualdad, las bases de datos ya existen; la evaluación docente no es cara, ni muy compleja, pero supone vencer prejuicios y temores entre los docentes; supone ver cómo estamos invirtiendo los recursos, porque venimos poniendo un porcentaje alto de PBI en educación: hay que ver cómo y en dónde.

Por supuesto que hay que incluir. Pero incluir no es bajar la vara, es subirla. Es dar algo de calidad y que suponga un esfuerzo. Y si hay quienes no pueden dar ese esfuerzo, porque en sus realidades y contextos ese esfuerzo es demasiado, hay que apoyarlos especialmente. Lo que no hay que hacer, es caer en la tentación, políticamente más sencilla, económicamente más accesible y socialmente menos costosa de bajar el nivel de todos así quienes no llegan hoy, pueden hacerlo. No les hacemos un bien. Todo lo contrario, los estamos estafando y nos hacemos un mal a todos. Inclusión sin calidad no es inclusión: es pan para hoy y hambre para mañana. La verdadera inclusión implica la calidad de aquello que se brinda.

Ojalá que estos criterios sean los que rijan la vida social del país para pensar en políticas de inclusión educativa en el futuro. De eso depende nuestra capacidad para mejorarle la vida de manera real a miles de chicos que hoy viven al margen, incluso si van a una escuela que no los forma adecuadamente para el futuro.