jueves, 21 de agosto de 2014

Debates sobre el deseo, sus límites y las identidades.

Debate 1, sobre las fronteras entre deseo y naturaleza. 

¿Quién define (pone límites, contorna, delimita) lo que somos como seres humanos? ¿Es el deseo? ¿Somos lo que queremos ser o hay una limitación esencial, dada por nuestra naturaleza, nuestras circunstancias o nuestra historia? En otras palabras, ¿qué define lo que somos? ¿Nuestro deseo o nuestra naturaleza?

El debate, en la historia de las ideas, está abierto y es muy rico. Como en todo (buen) debate, hay grandes argumentos en ambos lados de la biblioteca. Apasionante.

Prendo la tele. Intenso debate. Sin querer queriendo, hace unos días, Jorge Lanata, un reconocido periodista argentino, se metió de lleno en la discusión al opinar sobre Flor de la V, una transexual argentina, cuando afirmó: "vos decís que uno es lo que se siente; si yo vengo y te digo que yo soy Napoleón y te exijo que digas que nací en Córcega, y digo que soy el emperador de Francia, ¿vos me tratás como tal?". La afirmación que presupone el periodista es que uno no es lo que "se siente ser". Uno es lo que es. El límite del deseo es la naturaleza. Hay algo dado que imposibilita la acción transformadora del deseo. El deseo tiene límites: lo que somos, varón o mujer. Uno podría cambiar su apariencia, actuar "como", incluso operarse, pero seguiría siendo lo que es: varón o mujer.

La respuesta fue una denuncia por discriminación y la condena de los dichos en todos los medios. En vez de un debate, condena. Una pena.

En el medio de la pelea se metió la teoría del género, que, como buena teoría, es una teoría. Aunque para algunos es una verdad irrefutable y revelada que se tiene que defender con un fundamentalismo descarnado. Y se colaron las posiciones que liquidan el diálogo y, sobre todo, la oportunidad de pensar en nada. La corrección política, de nuevo, fue el policía que nos prohíbe un debate rico sobre un tema, al menos, discutible. Sacándole el nombre y apellido, sigue vigente la pregunta sobre las fronteras entre la naturaleza y el deseo. Por un lado, soy lo que quiero ser, soy el artífice y responsable de lo que soy, mi propio co-creador, el que toma las decisiones sobre mi destino; es innegable. Por el otro, no puedo ser todo lo que querría porque tengo muchos límites: mis propias limitaciones psicológicas, mi incapacidad para llevar adelante esos deseos, mi historia, mis circunstancias, mi falta de voluntad o, incluso, límites morales (no puedo hacer todo lo que querría) o físicos (desearía volar, pero no puedo: es un ejemplo tonto, pero claro). ¿Dónde radica, entonces, la frontera entre deseo y naturaleza? ¿Quién pone el límite? ¿Qué o quién me define como ser humano? El debate está abierto. Es una lástima que aparezcan los fundamentalismos negadores que no le suman nada de riqueza a toda la discusión, sino todo lo contrario, ya que funcionan como el silenciamiento de todo lo políticamente incorrecto: "después de la ley de igualdad de género, esas preguntas son ilegales". Preguntas ilegales. El colmo de la cuestión. Si hacerme preguntas es ilegal, vivo en una sociedad horrible. Quizás artificialmente no discriminadora, pero no por ello no-violenta y abierta. Eso que ni siquiera estoy tomando partido ni justificando una posición: estoy presentando un debate.


Debate 2.

Vuelvo a prender la tele y escucho a Alex Freyre, que fue uno de los promotores del matrimonio igualitario (o matrimonio gay, así me corro de la batalla linguistica), opinando sobre el tema del primer debate: "la libertad de expresión tiene que tener límites, al igual que la libertad de culto [...] tu catecismo enseña que los gays se van al infierno; habría que revisar algunas posturas ilegales de tu catecismo". Epa. Acá me alarmé. Esta idea es peligrosa. Para todos. Limitar las libertades individuales... Raro. Ya no sólo no puedo decir lo que quiero sino que tampoco puedo creer lo que quiero creer. Insisto, es peligroso. Más allá de que el catecismo de la Iglesia católica no dice eso, ni cerca: ¿quién pone los límites a la libertad de expresión y a la libertad de culto? ¿Con qué criterio? Hace una semana me preguntaba lo mismo en otra entrada del blog: ¿cuáles son los límites de la corrección política?

Construimos una sociedad con reglas que supuestamente son tan amplias que permiten que todos puedan vivir su identidad de manera plena. La intención está buenísima. Pero parece que para que todos puedan vivir su identidad de manera plena, tenemos que negar un poco de cada una de nuestras identidades: vos no podés creer lo que crees, ni vos decir lo que decís, ni vos vivir como vivís. Pero, ¿cómo? ¿no estábamos creando una sociedad con reglas tan amplias que nos permitieran a todos vivir nuestra identidad de manera plena? Entonces se plantea una disyunción exclusiva entre afirmar mi verdad y respetar la tuya. Es como si le pidiéramos a las religiones que no afirmaran la divinidad de su Dios, porque eso ofende a los que lo conciben de otra manera. Y quizás eso es lo que fundamenta la prohibición del velo islámico en algunos países europeos o la obligación de tapar los crucifijos. El ejemplo bobo y extremo es futbolero: es como si le pidiéramos a los hinchas de Boca que ya no usen la camiseta de su club, porque eso puede resultarle ofensivo a los fanáticos de otros clubes. El ejemplo es bobo y extremo, pero si no está claro cuál es el límite, quizás esa afirmación de tu identidad, a la larga y con el tiempo, le resulte violenta a alguien. Por eso, quizás, el problema está al principio: la afirmación de tu identidad (de tus creencias, de tus ideas, de tus principios, de tus posturas) no puede ser nunca discriminatoria. Y si para el Islam la homosexualidad no es natural, ¿qué hacemos? ¿Dónde está el límite? ¿Quién lo pone y quién lo determina? ¿Quién lo juzga? ¿No tengo derecho a pensar que el Islam está equivocado, que el matrimonio igualitario está bien (o mal) o que los hinchas de River son gallinas (o genios)? Si la sociedad es realmente abierta, ¿tengo que limitar la libertad de expresión y de culto? ¿Por qué? Personalmente, el afán de limitarlas para evitar la discriminación me suena a la misma justificación que la guerra preventiva. Y en ambos casos está injustificada. 

Tenemos que tener tanto cuidado de que las mayorías no le impongan sus criterios, formas de vida y posturas a las minorías como de que la protección de las minorías no se convierta en imposición y negación de las mayorías. Yo no quiero renunciar a mi identidad porque a vos te molestan mis creencias. Yo no te puedo pedir que vos renuncies a tu identidad porque a mí me molestan tus creencias. Esa es la base para una sociedad abierta, tolerante e inclusiva. Lo otro, es germen de totalitarismo y abuso. Hay que estar alertas para poder construir, entre todos, un lugar vivible donde todos tengamos lugar y alejarnos de ideas que promueven el control de un grupo sobre el pensamiento y la vida de los demás sectores de ls sociedad.

jueves, 7 de agosto de 2014

Los límites de la corrección política

¿Cuántas son las personas desaparecidas durante el último gobierno militar? ¿Criticar la desproporcionada defensa del Estado de Israel es ser antisemita? ¿Hacer una generalización sobre un aspecto positivo de una colectividad es discriminatorio? ¿Ser caballero es ser sexista? 

La corrección política tiene sentido: evita que, a nivel discursivo, se propongan o refuercen ideas que son discriminatorias y que atentan contra el bienestar de diversas minorías. Hay cosas que no se tienen que decir para no ofender a los demás. Algunos lo llaman respeto; otros, justicia y deber; y otros, una condición para la igualdad y la democracia. Pero nadie lo pone en duda. No hace falta nombrar la nacionalidad de una persona que delinque, sea, por ejemplo, un ladrón o un sicario; ni el sexo de un/a empleado/a para definir un ascenso; ni la condición sexual del maestro de música; ni la fe que profesa un Estado para cuestionar su política exterior.

El problema surge cuando la corrección política nos impide ver las cosas con claridad y no nos deja pensar. Es un asiento cómodo desde el cual acortamos distancias a la hora de razonar y, así, abrimos la puerta a la manipulación, la mentira o la falsedad. El problema está en que la corrección política se vuelva un obstáculo para la verdad. Cuando eso pasa, las cosas "que no se pueden decir" pasan a ser cosas que no se pueden tener en consideración, nunca.

Hoy es un escándalo decir que no hubo 30.000 desaparecidos en la última dictadura militar. Pero, ¿y si es la verdad? El verdadero homenaje debería ser recordar a todas las víctimas, con nombre y apellido, y las circunstancias reales de su muerte. Si el relato épico y simbólico nos aleja de la realidad, es fábula o propaganda. Pero decir esto, hoy, es imposible, al punto de que mucha gente quizás se sienta ofendida o preparada para atacar verbalmente a cualquiera que pudiera proponer tal idea. Es una traba al pensamiento. Son 30.000 y punto. Fin de la cuestión. O aparece la chicana culpógena: "es lamentable reducir la dimensión de la tragedia argentina a un problema contable", dice Eduardo Luis Duhalde. Es cierto que lo es. Pero la verdadera justicia se apoya, necesariamente, en la verdad. La corrección política, entonces, puede ser un impedimento para la justicia y, por tanto, para el perdón y la paz.

¿Cuáles son los límites de la corrección política? ¿A partir de cuándo el lícito ponerla en duda? Y, sobre todo, ¿para qué sirve si no se transforma, también, la realidad?

Trabajando en el Ministerio, hablando con rectoras y directoras, escuché, en más de una oportunidad, que las mujeres de Bolivia son conocidas por el enorme sacrificio que muestran en relación a sus estudios y que su rendimiento está sobre la media. Me pregunto qué pasaría si se identificara a, por ejemplo, los varones de Paraguay o de la provincia de Buenos Aires como aquellos con peor rendimiento. ¿Eso es discriminar o es señalar un dato de la realidad? Sería políticamente incorrecto decirlo, pero contar con esa información es clave a la hora de pensar una política pública en educación que incluya a esas personas. ¿Entonces...? ¿Qué hacemos?

En el fondo, seguramente coincidiremos al pensar que queremos una sociedad decente, que respete a los demás y sea conciente del poder que tienen las palabras. En ese contexto, no todo puede ser dicho, de cualquier manera. Pero si hablamos de un marco normativo por el cual algunas palabras o frases son "buenas" y otras "malas", suponemos un enfoque ético. Al haber muchos enfoques éticos y desacuerdos respecto a las cosas que la sociedad considera "buenas" y "malas", estaríamos estableciendo a alguien como juez de la cultura, que determine cuáles pueden ser dichas y cuáles no. ¿Quién es ese juez que establece qué se puede decir y qué no? ¿Quién lo puso ahí? Y, de nuevo, ¿cuáles son sus límites? No puedo dejar de pensar en Lubertino, que presidió el INADI, y su idea de que las palabras no tienen que tener género, proponiendo la renuncia del uso de la "a" y la "o", por la "x": "Estxn todxs invitadxs a la presentación de mi nuevo libro" ("nuevx librx" quizás en una versión más extrema), por ejemplo. ¿Cómo se juzga cuál es el extremo en una posición si no tengo criterios objetivos?

Resulta evidente que muchas veces el preferible callar y otras conviene expresarse con atención y empatía, y que la corrección política sería una forma de prudencia que busca el respeto por la identidad del otro. Sin embargo, nos debemos un debate respecto a sus límites porque, si no los establecemos con claridad, se nos puede imponer una forma de pensamiento, que supone una postura ética y que estaríamos obligados a aceptar acríticamente. El peligro es una sociedad empobrecida, que persigue a quien vea las cosas de distinta manera y que silencia toda transgresión de un orden que nadie se encargó de justificar ni delimitar. Esta, señores, es una de las batallas en la guerra de la cultura.