martes, 11 de noviembre de 2014

Los desafíos de la innovación

"Levanten la mano aquellos que comen carne" - pidió Rob Nail, uno de los fundadores de Singularity University, al grupo de personas que colmaban el auditorio Buenos Aires, en el complejo BA Design, la semana pasada durante el Festival de Innovación Social (FIIS). Quizás había algún vegetariano a quien no distinguí, cuyas manos permanecieron estáticas, pero la multitud levantó la mano (algunos, incluso, las dos). Quedó claro que "comer carne" es parte de la identidad del "ser argentino". Ante esa respuesta, el conferencista retrucó: "¿cuántos de Uds. comerían carne cultivada en un laboratorio?" Esta vez, casi todos acompañaron al ignoto vegetariano en su quietud: sólo se levantaron unas poquitas manos.

Hay algo que incomoda al pensar en comer carne cultivada en un laboratorio. Suena a que está mal. Es cacofónico. Hace ruido. Desarmoniza. No es natural. No cuadra. La carne viene de la vaca y ojalá que la vaca venga del campo y no de uno de estos feed lots que están de moda ahora. Así es como son las cosas. Punto. ¿Qué necesidad de cultivar carne en un laboratorio? Y la justificación, que deslumbra por su lógica tanto como espanta la idea de comer carne artificial, es evidente: a medida que las condiciones de vida de millones de personas mejoran en el mundo, la demanda de carne aumenta y la producción de carne es demasiado ineficiente en el uso de recursos naturales como para incrementarse en la misma proporción al aumento poblacional. O sea, se usa demasiada agua para que nos llegue el bife al plato. Además, los animales suelen ser alimentados con granos, que también podrían ser consumidos por personas, y cuya elaboración requiere el uso de más agua y de pesticidas y demás químicos. En fin, parece que con los métodos que usamos hasta ahora, un kilo de carne nos sale muy caro en términos de recursos naturales. Y frente a un problema ambiental y social: innovación.

Parto desde el supuesto, que como buen supuesto es, a mi entender, obvio, de que el mundo cada vez requiere más la capacidad de pensar distinto, de cuestionar las reglas y de proponer soluciones novedosas. Pensar desde otro lado. Pensar de nuevo. Al mazo y volver a repartir: olvidarnos de los supuestos. Acordarnos de los supuestos y cuestionarlos. Jugar a cambiar. Imaginar. Romper lo obvio. Proponer cosas diferentes y nuevas: innovar.
La técnica, la disponibilidad de información y la tecnología, con su avance exponencial, hacen que podamos soñar con cosas que antes eran imposibles. Se nos abre un mundo de posibilidades prácticamente ilimitadas. Y frente a un mundo que es pura incertidumbre, porque todas las reglas pueden cambiar radicalmente en un tiempo relativamente corto, ¿qué hacer? Por ejemplo, formar a un médico toma una década. Este año, tal como cuenta Kenneth Cukier, gracias a la enorme disponibilidad de información que existe, cargaron en una computadora los datos de miles de biopsias, para que la computadora, mediante un proceso de aprendizaje automatizado, identificara y luego predijera qué porcentaje de las células de diferentes biopsias eran cancerosas y qué porcentaje no. La computadora pudo descubrir los doce signos que predicen si en una biopsia de células (de mama) hay, de hecho, cáncer. Lo increíble fue que la literatura médica sólo conocía nueve. Identificó tres nuevos patrones de la enfermedad, sobre los 9 ya conocidos hasta ahora. O sea que lo hizo mejor que nosotros en todos los sentidos. Hay una desproporción entre los diez años de formación de un médico y una máquina que aprende sola y que en un tiempo tan corto supera la inteligencia colectiva de gente máximamente formada en una ciencia. Frente a un mundo que cambia así, de nuevo, ¿qué hacer? ¿Qué criterios usar para tomar decisiones importantes, como por ejemplo, qué estudiar?

Quizás parezca inverosímil, o imposible. O algo que van a ver nuestros nietos, pero no nuestra generación. Los cambios suelen ser más lentos. ¿Cómo una máquina va a hacer mi trabajo, que requiere de un elemento distintivamente humano? Y pienso que quizás, antes de la revolución industrial, había gente que pensaba que era imposible que su oficio fuera reemplazado, de manera infinitamente más eficiente, por una máquina. Actividades llenas de sentido y estrictamente nuestras, como la jornada de trabajo en el telar o el cansancio del agricultor. ¿Cómo puede una máquina reemplazar al hombre? Pero pasó. Ya pasó. Y así como pasó para los oficios manuales, quizás nos toque ahora a nosotros, los profesionales, sufrir las consecuencias del avance tecnológico, en la forma de robots y máquinas que pueden hacer las cosas mejor que nosotros. Es casi seguro que no vayan a reemplazar completa y absolutamente, pero sí a cambiar las reglas del juego de manera radical.

Frente al avance irrefrenable de esta onda tecnológica, como decía Schumpeter, se va a dar un proceso de destrucción creativa, que consiste en que muchas profesiones van a desaparecer o a disminuir enormemente su demanda, para que surjan profesiones nuevas. Lo mismo le pasó, algún día, al que revelaba rollos de fotos o al que arreglaba ruedas de carretas. La vida tiene movimiento...
 
Predecir cuáles van a ser, por ejemplo, esas profesiones del futuro, es complejo. Nadie sabe a ciencia cierta si esas proyecciones van a ser realidades, ni en cuánto tiempo. El mundo va a cambiar y eso es inevitable. Pero más allá de eso, quizás sea una oportunidad para emprender la vuelta a aquellas cosas que son, en el fondo, lo más alto de la producción cultural del hombre; aquellas que son inasibles, tienen un dejo de misterio y nos abren a lo más hondo y verdaderamente humano de nuestra existencia. Si una máquina va a hacer las cosas técnicas mejor que nosotros, perfecto, que lo haga. A nosotros nos quedan las maravillas del arte, la poesía, la música, la filosofía y tantas otras cosas que, dicho mal y pronto, no sirven para nada. En el buen sentido: no están al servicio de nada útil. Las hacemos por amor. La hacemos porque nos elevan. Las hacemos por que sí. Las hacemos porque, quizás, nos acerquen a ese infinito que tanto anhelamos. En esos contextos no competimos, disfrutamos en conjunto. Admiramos. Nos regocijamos en los bienes que los demás nos proporcionan. Nos encandila la belleza de una obra o de un poema. Una reflexión nos invita a meditar y cuestionarnos. Descansamos en esa melodía que nos interpela. Es, en mi opinión, una forma superior de sociedad y de convivencia, no atada a pasar por arriba del otro, sino a colaborar.

Un futuro híper tecnológico, pero alejado de estas cosas, tiene gusto a poco, es vacío, y por tanto, triste y alienante. Y, además, es insostenible, porque innovar requiere de las potencias más inherentemente humanas: la inteligencia, la creatividad, el amor, la libertad. Potencias que se desarrollan con mayor dinamismo, riqueza y vigor en contacto con el bien, la verdad y la belleza.