domingo, 23 de octubre de 2011

La mirada de los otros

Hace mucho que no escribía. Es que para escribir, dicen los que saben, hacen falta dos cosas: inspiración y tiempo. Lamentablemente, durante las últimas semanas, cuando anduve inspirado estaba apurado, y cuando tuve tiempo se lo regalé a menesteres menos elevados y más cercanos a necesidades primarias, como dormir y comer. Pero hay veces en las que una experiencia desborda creatividad y entusiasmo; cuando la vida no se da el lujo de quedarse callada, ante nada. No te pregunta, te exige escribir. Te lo ordena. Ante eso, me descubro esclavo, obediente y leal, atento a cumplir responsablemente con las indicaciones interiores del vital y malcriado tirano que me exige que empiece. Acá estamos.

Quiero contar algo. Algo que me pasó y sobre lo cual pensé. Hace un par de semanas quise hacer una prueba. Un poco extraña quizás, pero de esas cosas que de vez en cuando vale la pena hacer para aprender a mirar como miran otros. Una de esas pruebas que a veces hago para pensar, para sentir empatía, para entender. Eran las 19.30 de un jueves, estaba en la puerta del Ministerio. Caminé unos metros, me senté en la calle y me saqué los zapatos. "No puedo caminar con medias, las voy a agujerear todas". Me las saqué también. Ahí estaba, sobre Paseo Colón, elegantemente vestido y... descalzo.

Trabajo en un edificio que queda sobre la Avenida Paseo Colón al 200. Desde la puerta del trabajo hasta la estación "Catedral", cabecera de la línea D del subte (en el resto del mundo le dicen "Metro"), hay, aproximadamente, entre 550 y 600 pasos (suena raro, sí, pero alguna vez los conté). Todo gran camino empieza por el primer paso, así que empecé a caminar. (Re-descubrí una verdad olvidada: no hace falta irse muy lejos para poder tener experiencias inquisidoras y renovadoras que, simultáneamente, te golpean y plantan frente al asombro y la duda. Y aparece ella, ¡qué linda es! La Filosofía... Como a una novia, la miro, sonrío admirado, casi que se me pianta un lagrimón mientras me digo para adentro: "cómo te quiero, hija de puta". Es que sí, es lindísima y además tenemos unas charlas geniales. Pero bueno, en fin, volvamos a Paseo Colón).

El piso estaba muy sucio. Muy. Es que sobre esas veredas pasan muchísimas personas todos los días. Gente con una y mil historias, viejos, jóvenes, pobres y ricos. No hay distinción ni discriminación. Paseo Colón es una calle inclusiva: podés ver o encontrarte con cualquiera. A las siete de la tarde ya no había tanta gente, aunque el caudal sigue siendo importante. Muchas personas hacen colas esperando a los colectivos que los devuelvan para sus casas, en el Sur de la Ciudad o en el Gran Buenos Aires. Hay puestos de diarios, vendedores ambulantes, políticos, docentes, cartoneros, bancarios, estudiantes, empleados de oficina, todos mezclados, además, claro, de los animales (principalmente perros y palomas, aunque alguna rata he visto). Empiezo caminando con cautela, con miedo. Cortarse un pie por caminar descalzo, volviendo del trabajo, podría catalogarse como la manera más boluda de lastimarse del año. El suelo no está tan frío como yo pensaba. Mientras siento como se pegan algunas partículas de polvo a mis plantas, empiezo a sentir, mucho más densamente, la mirada de los otros. La gente me mira. No como se mira a una personalidad famosa, no como se mira a un viejo conocido, ni como se mira a alguna chica linda por la calle. Es otra mirada. No es admiración, ni siquiera empatía. Tampoco es miedo. Los entiendo, si yo viera a un pibe desclazo por pleno centro pensaría que es un loco o un estúpido (mi nivel de tolerancia los días de semana es un poco más bajo que cuando duermo mejor). Sigo caminando, sigo descalzo. Cruzo Alsina y ya voy 50 metros de aventura. Mis plantas se ennegrecen rapidísimo. Es impresionante que no nos saquemos los zapatos al entrar a nuestras casas, después de pisar esa mierda todo el día. Simplemente, no lo puedo entender. Me arremango un poco los pantalones para no pisarlos y me siento cada vez más ridículo y fuera de lugar. "¿Qué estás haciendo?" me pregunto.

Casi llego a la Casa Rosada cuando me acuerdo de Sartre y esa definición que da en "A puerta cerrada": "El infierno es el Otro (o "son los otros", según la traducción y el sentido que se le quiera dar)". El infierno son los otros. No lo entiendo, lo siento. Los otros, que deberían estar para salvarme, para ayudarme, para incluirme. Si estuviera sólo, podría caminar mis 600 pasos en paz. Tranquilo. Sin sentirme juzgado. Sin que nadie me mire. Si fueran las tres de la mañana o si un extraño virus los convirtiera a todos en zombies, como en esas películas del norte, estaría total y absolutamente sólo y no me sentiría así. Caminando descalzo, por Plaza de Mayo, entendí un poquito de lo más triste del existencialismo francés: hay veces en las que los demás pueden ser el infierno para algunos.

¿Para quiénes? Para los diferentes. De repente fui ciego, de repente fui lisiado, deforme, paralítico, feo, torpe, raro, discapacitado, viejo, rengo, loco, histérico, bipolar, con TGD, demasiado gordo, demasiado flaco, demasiado algo. Diferente. Entendí esa mirada y me reconocí. Me reflejé y me vi cuando miro a ese señor de maestranza del Ministerio que tiene una deformidad facial. Me vi a mí mismo en esas miradas. Me reflejé cuando prejuzgo a esa gorda o cuando miro de más a ese tipo, que quizás tuvo un ataque de presión o un ACV y cuya cara quedo parcialmente paralizada. No lo hago con mala intención, miro. Pero ahora entiendo cuánto duele mi mirada. Sigo caminando. La Plaza de Mayo se me hace más larga que el Camino de Santiago. Me siento tentado y me digo: "bueno, muy interesante, para pensar, ahora nos sentamos (a veces me hablo en plural; psicólogos, Uds. dirán), zapatos de nuevo y a casa". Pero no. Hasta Catedral. Dale.

Cruzo toda la Plaza. Sigue estando escindida por un vallado sin sentido. Le doy la vuelta y camino, a paso lento. Incómodo porque me pinché con algo y porque me sigo sintiendo observado. Al llegar al semáforo espero que cambie la luz. Una chica me miraba los pies, me autojustifiqué, mintiendo: "es que se me rompió un zapato". Sonrió y murmuró algo así como "qué garrón". Ahí entendí la segunda lección importante. Cuando ella sintió que podía ser como yo, que sus zapatos no son irrompibles y que quizás, algún día, ella misma esté cruzando Bolivar hacia la estación Catedral, descalza, sonrió. Entendió. Mi relato tenía sentido. Ya no era tan lejano. Yo puedo ser vos y vos podes ser yo. Empatía.

Volví a los ciegos, a los lisiados, discapacitados y distintos, al tipo con la deformidad facial y a mi mirada. Volví y entendí. Yo puedo ser ellos aunque muchos de ellos no puedan ser yo. Sentí una profunda empatía. Yo soy ellos y ellos son yo. No somos diferentes. El Verbo se hizo carne. El discurso políticamente correcto que siempre sostengo sobre inclusión, se hizo carne. Se hizo inolvidable. Se hizo necesidad. Se hizo mío, me hizo suyo.

Bajé las escaleras de la estación y me subí al vagón del subte. Me senté. Tenía los pies negros. Muy negros. Sonreí mientras me ponía las medias. La gente, obviamente y con toda razón, me miraba. Me puse los zapatos. En la segunda parada, estación "Tribunales", me bajé. Era uno más. Me senté a esperar el próximo subte mientras lloraba. Era uno más. Cuando me volví a subir al vagón del siguiente subte, nadie me miró. Agarré mi teléfono, leí mis mails. Era uno más, sí, pero me sentía diferente.

Les recomiendo esta experiencia. Sinceramente, vale la pena. ¡Un abrazo!