miércoles, 20 de noviembre de 2013

El planteo del problema (o la motivación subjetiva para pensar estos temas)

Estoy trabajando sobre las propuestas de investigación para el doctorado. Eso quiere decir que tengo que contarle a un tribunal qué pienso investigar el próximo año y pico, por qué es importante, cuál es el "gap" (agujero, espacio conceptual) en la literatura que pienso llenar y cómo lo voy a hacer.

Hay mil maneras de llevar adelante este proceso. Para mí, la mejor es exponerse. Así que en los próximos días y semanas voy a escribir algunas entradas con ideas que me gustaría que critiquen constructiva y destructivamente, observen y comenten. Mi mail es santiagosena@yahoo.com.ar

Empiezo por la motivación personal y subjetiva para investigar, planteada en forma de problema que me conmueve. Acá va:


Este es el problema: hay algo que está profunda, estructuralmente, mal.

Miro mis fotos en facebook y empiezo a notar que hay muchas cosas similares y "en común" entre ellas. Más allá de mi presencia en la gran mayoría, claro. Veo que en muchas estoy comiendo o tomando algo, sonriendo, en un lugar lindo, ordenado. También veo que hay luz, que está limpio, que estoy con los de la facu o los del trabajo (y descubro que tengo más de un trabajo), o los del posgrado (y descubro que si hago cuentas ya voy por mi vigésimo cuarto año de educación formal, o sea, dos escuelas completas), o los de rugby, o los del equipo de running. Estoy sano y sonrío, gordito.

Y empiezo a pensar y sé que esta realidad, no es la realidad. No sólo porque lo estudié, sino porque también lo intuyo. Es sólo mi mundo. No es el mundo. Y ese es el problema.

Y me da bronca.

Me da bronca pensar que dos de cada tres personas no saben lo que es un mail. Ni facebook. Ni twitter. Ni linkedin. Ni ninguna de las otras hueveadas a las que les dedico tiempo, como este blog. No lo saben porque no tienen acceso a Internet. Y más allá de las redes sociales, si no conocés a cuánto se venden tus productos en la ciudad, los intermediarios "te baratean", te pagan poco. Y si tenés acceso a Internet quizás armás una revolución. No es un tema de cholulismo virtual. Es la posibilidad de vivir mejor y de estar informado sobre las cosas que te cambian la vida. Esos 2/3 tampoco tienen acceso a una cloaca, así que disponen de sus soretes de otras maneras, algunas más higiénicas y otras no tanto.

Un quinto del mundo no tiene acceso a agua potable. Eso se traduce en que se enferman de cosas que podrían evitar. Y esas enfermedades afectan especialmente a los más chicos y a los más viejos. Por eso en algunos países (y en algunas de nuestras provincias, y en algunos de los barrios de nuestras ciudades) la mortalidad infantil es muy alta y las expectativas de vida son más bajas. Y el número gigante, ese que nos apichona y frente al que parece que no hay nada que hacer, es que 9 millones de chicos menores de 5 años se mueren cada año de enfermedades evitables vinculadas al agua, o a su ausencia. Me da bronca.

33% no tiene electricidad. Y ese dato frío quiere decir que tu actividad laboral y familiar se termina cuando se pone el sol. Que tus hijos no estudian si no es de día, pero vos sabés que de día están con vos en el campo, en alguna zona rural. Y eso no es explotación infantil, es economía de subsistencia. Y esto lo sabe cualquiera.

Y hay mil datos más, muchos referentes a educación, a estabilidad y formalidad del trabajo, a dignidad o "condiciones" del hábitat (acceso a servicios "básicos"), o los coeficientes, como el de Gini (que no es Santi), que miden la desigualdad del ingreso (este es fuerte, en Argentina, en los 50´s el 10% más rico ganaba 7 veces más que el 10% más pobre; en el 2008, subió a 25. Epa. Datos posteriores dependen del Indec de Moreno, el ex Secretario, así que ni idea). Uno que tiene buen marketing es que un billón de personas viven con menos de un dólar PPP (purchasing power parity) por día. Y esa PPP quiere decir que no es un dólar blue, o sea diez mangos por día. Ese PPP significa que vivís con lo que se compraría un norteamericano con un dólar por día. Eso, en Argentina, quizás sean 3 pesos. En India, 35 rupias. Y así. Lamentablemente la pobreza no se rige ni se mide en el mercado oficial de divisas. Y otros casi cuatro mil millones de personas, más del 60% de la población de todo el mundo, ganan entre 365 y 3000 dólares por año, PPP.

Y no son golpes bajos. Son datos. Objetivos. Reales. Son números sobre la vida de mucha gente. El golpe bajo me viene cuando pienso cómo serían las fotos de facebook de todas estas personas, que tienen mi misma dignidad en los papeles, pero sólo ahí.

Y cuando percibís que las oportunidades pasan por otro lado, "te mandás a mudar". Primero vos, después tu familia. A la promesa de la ciudad. Que es eso, una promesa. Y no puedo evitar sorprenderme cuando escucho que hay gente que no entiende por qué las villas urbanas crecen tanto. Quizás porque las economías regionales están mal. Quizás la coparticipación y la federalización estaban buenas. Y la noticia para ellos es que las villas urbanas no son un problema de Macri, de Scioli ni de Cristina. Son un fenómeno global que sucede en las grandes ciudades de todos los países en vías de desarrollo. O sea, de casi todos. Según la ONU, entre 2007 y 2050, la población urbana va a aumentar en 3.1 billones de personas. Seguro que la pifian, no me caben dudas, pero hoy estamos divididos en partes iguales entre la ciudad y el campo, y hace 150 años éramos 20 en áreas urbanas por cada 80 en áreas rurales. Algo, evidentemente, está cambiando.

Y las ciudades no están preparadas para recibir a tamaño caudal de nuevos vecinos, cada año. Se adaptan como pueden. Si es que se adaptan o si es que se quieren adaptar. Y lo difícil es que, como es lógico, los nuevos vecinos son diferentes: tienen menos años de escolaridad, otros hábitos y costumbres, no están, en muchos casos, capacitados para la oferta laboral que existe en el mercado formal. Lo que no es lógico es echarles la culpa. Nadie, en su sano juicio, elije libre, consciente y voluntariamente, vivir mal.

¿Y ante este problema? ¿Qué? ¿Qué querés que haga? No me rompas las pelotas. No puedo hacer nada. Y enumero, mentalmente, todos los motivos por los que no puedo hacer nada. Y me evado. No quiero pensarlo. Basta.

Que se haga cargo el Estado, para eso pago los impuestos. O el Tercer Sector, que para eso dono acá y allá. O las empresas, que bien forradas en guita deben estar. O la sociedad civil, en forma de religiones, como la Iglesia o las otras iglesias o los partidos políticos. Para eso voy a Misa y voto, siempre. Nunca falté. A Misa a veces, pero nunca dejé de votar, ni cuando me parecían todos malos.

Y le pongo, le ponemos, a un montón de entes simbólicos, de juegos lingüísticos, ambiguos, confusos, carentes de un significado unívoco y universal, como "el estado", "los empresarios", "los políticos", la carga de resolver el problema de "los pobres". Y eso es lo más loco: hay algo que está estructuralmente, profundamente mal. Y le pedimos soluciones a entes cuyos significados no terminamos de definir y que, en el fondo, le significan algo diferente a cada uno. Entonces, al final, ¿quién se hace cargo? ¿Cuál es la solución?

El modelo del Estado benefactor tiene sus límites. El Tercer Sector también. Ambos son ineficientes. Yo creo que hacen mucho, pero no suficiente. Lamentablemente, los indicadores mejoraron en los últimos años menos de lo buscado y querido. De hecho, como mundo, redujimos a la mitad a las personas que viven con menos de 1.25 dólares PPP por día fundamentalmente porque China sacó a +300 millones de personas de la pobreza extrema. No porque hayamos hecho, colectivamente, un esfuerzo consciente y claro por abordar ese problema. Otros dicen que hay que re-estructurar el sistema. Pero el sistema es muy eficiente para producir recursos (hoy alcanzan para todos). Entonces re-distribuyamos. Sí, claro, ¿cómo? Saco y doy, tipo Robin Hood. ¿Y desarrollo económico trae desarrollo humano? ¿Necesariamente?

Duflo y Banerjee, en un libro que no tiene una página de malo, invitan a salir del trade-off, de la disyunción exclusiva, entre o doy todo, de manera paternalista, o dejo que el mismo mercado solucione las ineficiencias. Hay casos y casos. Hay veces en las que voy a tener que inyectar una pila de recursos para ayudar a alguien a salir de una trampa de pobreza de salud, o educativa, o laboral. Y otras donde voy a tener que tener más cuidado porque puedo torcer la estructura de incentivos y, en el fondo, crear una ineficiencia mayor en el mediano y largo plazo (el típico ejemplo es la queja, generalmente injusta, a la que estamos acostumbrados de "les dan todo y ahora no quieren trabajar")

Resumiendo: un grupo cada vez mayor de personas en situación de pobreza real se acercan a las grandes ciudades, que no siempre están listas para recibirlos, en pos de un futuro mejor para ellos y sus hijos. Huyen de situaciones de pobreza, en muchos casos, extremas, donde carecían de acceso a servicios fundamentales y donde las condiciones de vida eran paupérrimas.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué soluciones se nos ocurren? ¿Cuál es la respuesta? Si la tuviera sería asesor de la ONU y más famoso que el Diego. La idea es pensar juntos.

Hasta acá, el planteo del problema.

Algunas fotos:




viernes, 8 de noviembre de 2013

Wali, el afgano

Nunca había conocido a nadie de Afganistán.

Wali, compañero de un curso en el que participé hace poco en la India, es afgano. 

Se llama Wali. Su sólo nombre me remitió a "Buscando a Wally" y a un profesor de Historia un tanto temperamental, pero muy trabajador, que tuvimos en la secundaria. Se llamaba Javier y odiaba que, secretamente pero a viva voz, en una actitud típicamente adolescente, lo denomináramos así. Era un buen profesor. Y realmente era muy parecido al personaje de los libros infantiles. 

Pero Wali, el afgano, era muy diferente a Wally, el profesor. Si bien nunca había conocido a nadie de Afganistán, me tocó compartir no sólo cuatro semanas en las que estuvimos en la misma aula, sino también 13 días en los que fuimos compañeros de cuarto durante un viaje de estudios e inmersión cultural. 

Rara vez tengo algún problema con nadie. Contadas veces sentí eso que llaman "cuestión de piel" o una antipatía natural y espontánea por alguna persona. Esas cosas no me pasan prácticamente nunca. Todo lo contrario, suelo pensar, quizás ingenuamente, demasiado bien de la gente, me abro con facilidad y disfruto de crear y compartir climas de confianza e intimidad. Sin embargo, admito que Wali no hubiese sido mi primera opción si hubiese podido elegir a mi compañero de cuarto para un viaje por la India. Y no, Dejan, de Serbia, es un tipo muy gracioso y con quien compartimos una mirada similar del mundo. Shamim, de Bangladesh, es un académico interesante y objetivo. Dawa, de Bhutan, es un personaje único, de un país misterioso. Solomon, de Nigeria, es una especie de expositor de TEDx, apasionado y profundo. Yusef, un asesor del presidente de Etiopía. No, Wali definitivamente no era mi primera opción. Pero resultó ser, como siempre sucede en estas situaciones, una sorpresa inesperada. 

Wali tiene 25 años y vivió dos guerras civiles, un régimen totalitario, una invasión, más guerra y, hoy, el acecho del terrorismo porque su gobierno es débil y no controla la totalidad del país. Por las grandes plantaciones de opio, el narcotráfico disfrazado de terrorismo y disfrazado de colaboración con los yanquis, también es una realidad y un peligro latente. Recordemos que, además, Afganistán es un país pobre, sin acceso al mar, rodeado de vecinos como Irán, Paquistán y varios otros que terminan en "stán". Definitivamente, sólo eso, lo hace un tipo interesante. Vive en Kabul, la ciudad capital, junto con sus padres y sus diez hermanos, cinco varones y cinco mujeres. Tanto su sueldo como el de su hermano son para toda la familia, cosa común entre los musulmanes afganos. Empezar a explicar cómo viven es muy difícil, porque todo es diferente y, entonces, no sé ni por dónde empezar.

Las mujeres.
Una de las cosas que más me impresionó es que Wali nunca había hablado con una mujer ajena a la familia hasta que salió de su país, por primera vez, hace un par de años. Los afganos no tienen novias. Los padres de Wali van a buscar a una buena mujer, de una buena familia, con una buena dote, con buena fama y sin ningún manchón en el historial y van a arreglar, con los padres de la chica, cuándo se van a casar y las condiciones generales del matrimonio. Wali va a conocer a su mujer el día de su casamiento. "Vas a tener sexo en la primera cita, mirá que liberales que resultaron ser Uds. los musulmanes" - le dije a Wali en algún momento. Sonríe y se le escapa una risa tímida. Es como un niño con un puesto muy importante en su gobierno, pero un niño al fin. Es inocente y transparente.

La fe.
Wali reza todos los días, cinco veces por día. Se levanta unos minutos antes de que amanezca y hace la oración de la mañana con los primeros rayos del sol. Son las cinco de la mañana y entre la almohada y mis párpados, veo una sombra que se arrodilla, pone la frente en tierra, se para, levanta los brazos y murmura. Y así por un rato, todas las mañanas, las medias mañanas, después del almuerzo, a media tarde y al atardecer. O algo así. Me lo explicó, porque con Wali hablamos mucho de todos los temas de los que no hay que hablar con alguien si no te querés pelear, especialmente de religión y de política. Tiene una brújula para saber hacia donde rezar, siempre mirando a la Meca, en Arabia Saudita. No vive su compromiso religioso con pesadez, sino con alegría y tranquilidad, como si se apoyara en los rituales y costumbres musulmanas. Una vez me acompañó a Misa. Misa en India merece un capítulo aparte, pero volvió meditativo y, después de reflexionar, me dijo: "no somos tan diferentes; un solo Dios. Somos hermanos". No es que hablara como Yoda, de la Guerra de la Galaxias, pero su inglés no era perfecto. Desde ese momento, me trató como a un hermano.

La guerra.
"¿Qué pensás de los yanquis, Wali? ¿Cómo eran los talibanes? ¿Te molesta que te pregunte sobre estos temas?". No le molesta, para nada. Los talibanes eran mucho peor que los invasores, claramente. No había libertad, me dice, muy seguro. Apedreaban a las mujeres, que no podían salir solas de las casa, ni siquiera en una urgencia o emergencia. No había televisión ni igualdad de género, ni libertad de expresión, ni de culto, ni de nada. Al menos ahora pueden decir lo que quieren y lo que piensan. La sociedad sigue siendo conservadora, tradicional y apegada a las creencias religiosas. Pero lo elijen, no se los impone un gobierno.

Hombres de la mano.
Las parejas en Afganistán no andan de la mano. Eso está, socialmente, mal visto. Los hombres musulmanes, al igual que los indios, los nigerianos y los amigos de otros varios países asiáticos y africanos, van de la mano, o con los brazos en jarra entrecruzados, como señal de amistad. "In my country, that is a sign of more than friendship between men" - le dije, mientras Dejan, de Serbia, coincidía eufórico. Habiendo conocido la costumbre en algún otro viaje, no me escandalizaba que Wali, o Solomon, me tomaran de la mano mientras me contaban algo sobre sus países. Lo entendí como lo que era, un signo de amistad y de confianza, carente de todo tipo de tensión sexual. Sin embargo, desde que le hice ese comentario, Wali ya no quiso tomarme de la mano. Era muy tradicional, pero era capaz de salirse de las estructuras y costumbres, para respetar las mías, que eran diferentes.

Nunca había conocido a nadie de Afganistán. Pero conocer a alguien de ahí me ayudó a repensar y a mirar desde afuera muchas de mis costumbres y tradiciones. Explicar todo te obliga a escuchar tus explicaciones. Y escucharlas, a replantearlas. Es una experiencia recomendable y enriquecedora.

Finalmente, el viaje terminó. "Santi, my brother, it has been very nice to meet you, have a safe trip back to your country. You are welcomed to my house anytime". Y con un fuerte abrazo, signo universal entre todas las culturas, nos deseamos un feliz retorno a nuestros disimiles hogares con la esperanza, no muy cierta, pero esperanza al fin, de, algún día, volver a encontrarnos.





viernes, 12 de abril de 2013

Crónica(s) de una inundación anunciada

Siempre me gustaron mucho las tormentas. El placer que me produce tomar algo caliente mientras admiro cómo cae el agua incesantemente y los relámpagos iluminan el cielo sólo es comparable a la cocción, siempre hipnótica, de las brasas; al horizonte reposando sobre el mar y su oleaje; a las vistas desde la inmensidad de la montaña; o a la armonía de una noche iluminada por estrellas eternas e inalcanzables. La grandeza de la naturaleza me deja pasmado, me hace sentir chiquito y le da lugar al silencio, que es la olla donde se cocinan las ideas y los sentimientos.

La tormenta del 2 de Abril fue diferente a las tormentas que tanto disfruto. Entrar a tu casa y encontrar todo revuelto, usurpado, sucio, mojado. El agua había intrusado el hogar. Tuve una sensación de indefensión y vulnerabilidad. De exposición. Sesenta centímetros de agua, ni más ni menos, habían sido suficientes para mover un colchón que sólo dos personas pueden levantar, para voltear muebles y destruir todo lo que el agua tuvo de rehén, a su capricho. Volver a tu casa después de una inundación es una experiencia frustrante.

La flor de loto nace en medio del humedal y el pantano. Es un signo de renacimiento y esperanza porque, incluso en las circunstancias más desafiantes y desesperadas, hay lugar para la belleza y la vida. En mi comedor podría haber nacido una flor de loto, literalmente, porque las condiciones ambientales estaban perfectamente dadas, pero quedémonos con la imagen en sentido metafórico: en medio del dolor, de repente, aparecieron muchas personas que nos acompañaron, tanto a mí como a la flaca, con inmensa generosidad y empatía. Esa incondicionalidad sana cualquier posible frustración. Del dolor, nació el confirmar, una vez más, la presencia constante de las personas que están más cerca. Y eso, créanme, no tiene precio.

Después de unos días de trabajo intenso me terminé familiarizando con casi todos los artículos de limpieza que hasta hace poco eran miembros desconocidos de la cotidianidad doméstica. Y así, de a poco, empezó a resurgir el viejo hogar. Quizás un poco destartalado, sí, pero hogar al fin. Las pérdidas materiales, si bien "dolorosas", son anecdóticas. La vida, lejos de estar hecha de cosas materiales, está conformada por personas, decisiones y momentos. Y la verdad, por más que sea raro decirlo, esta mala circunstancia me hizo disfrutar nuevos momentos con las personas de siempre y, desde esa perspectiva, reafirmarme en mi amor por ellas, volver a elegirlas.

Nos estrujó el corazón saber que en La Plata las consecuencias del temporal habían sido mucho peores, llegando a inundar algunos barrios hasta dos metros. Después de haber sentido la mano firme y amiga hecha ayuda desinteresada, acompañar a la gente de La Plata no era simplemente un deber, era una necesidad: queríamos ir.

Y fuimos. Nos encontramos a media Argentina en la autopista, que estaba repleta de autos y camiones, llenos hasta el techo de donaciones y voluntarios. Fue una vista esperanzadora, de esas que te permiten soñar en una Nación grande, unida, mancomunada, amiga. A pesar de estar llegando a una ciudad que lo había perdido todo, se palpaba un aire de entusiasmo y compromiso.

La tragedia desnudó lo más puro del corazón del hombre, lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Por un lado, el escándalo político; la subejecución en las obras nunca hechas; las partidas reasignadas a propaganda y difusión; la apropiación partidaria de la solidaridad del pueblo; los oportunistas de siempre que suben el precio de los insumos más demandados; los "falsos" damnificados que encontramos vendiendo colchones a pocas cuadras de los centros de distribución; entre otras avivadas ventajistas. Por el otro, la mirada paciente de los inundados, que hacían largas colas para recibir ayuda; la presencia desbordante de voluntarios, que eran tantos que ya ni cabían a la hora de formar filas para cargar los camiones del Ejercito; la solidaridad del país entero, hecha un caudal infinito de donaciones que superaba cualquier posible pronóstico, incluso los más optimistas.

Junto con Guadalupe y dos amigos, estuvimos un rato en un centro de distribución de la Cruz Roja, pero nos sentíamos innecesarios: había demasiados voluntarios. Preguntamos en dónde hacíamos más falta y nos mandaron a una escuela a cinco cuadras. La escuela María Elena Walsh, justo delante del club Dardo Rocha. Abundaban las pecheras de "la juventud revolucionaria", pero no nos importó. Veníamos a ayudar. Además, hay experiencias que vale la pena vivir. Y la curiosidad siempre me puede. No me opuse. Entramos. Nuestra función era la de clasificar las miles de prendas de ropa, dentro de bolsas de consorcio negras, para poder agilizar el reparto de las mismas, según la necesidad de las personas. Doblar ropa de mujer nunca fue mi fuerte, por lo que, al ratito, encontré mi lugar en el mundo: dos señoras mayores tomando mate. Charla de por medio, mientras mis laboriosos compañeros corrían de acá para allá, descubrí que una era Madre de Plaza de Mayo. Algo sospechaba, por como hablaba de la Presidente. Ahí estaba yo, en un bunker de la Cámpora, rodeado de militantes del Movimiento Evita, charlando con una Madre de Plaza de Mayo que afirmaba que la Presidente es una "niña prodigio". En muchos sentidos, una experiencia inolvidable. Por suerte supe guiar el diálogo hacia otras cosas que nos fueran de mayor agrado a todos, como el compromiso de la juventud ante la tragedia y el tango. Me despedí con un piropo, como corresponde, cuando ellas me dijeron que pertenecían a la tercera edad y yo insistí en que, a lo sumo, estaban en la segunda y media. Sonrisas y besos. Partimos.

Al salir, llamamos a unos buenos amigos platenses que tenemos con Guada. "Naku, estamos en La Plata y queremos darle una mano a alguien que lo necesite, ¿sabés de alguien?" - pregunté. "Sí, nosotros", me respondió, entusiasmado. Naku y Lan se quieren de una manera tan tremendamente transparente, que no importa las circunstancias en que los vea, siempre me transmiten un sentimiento de profunda alegría. Si sesenta centímetros habían sido responsables de un lío colosal en Moldes, la forma cariñosa de denominar nuestro hogar, no se dan una idea de lo que son capaces de hacer dos metros de agua. La marea había arrancado portones y medianeras y, literalmente, había semi-vaciado la casa de nuestros amigos. Se había llevado todo. Menos, claro, las ganas de sacar las cosas adelante. Por eso ahí estaban, ella embarazada, empezando de nuevo.

Mientras limpiábamos, Naku nos contaba historias esperanzadoras, a la vez que desgarradoras. Sólo en esa cuadra habían fallecido tres personas, motivo por el cual desconfiaba de los conteos oficiales sobre las víctimas. Otra vez, lo más puro del corazón del hombre a la vista: desde el vecino que le había cerrado la puerta a una madre con sus dos hijos en brazos y el agua hasta el pecho, hasta el héroe anónimo que, con una soga y desde el techo de su casa, "pescaba" a las personas que la corriente derivaba a su capricho. Nadie sabe cómo va a reaccionar en una situación límite, pero definitivamente la adversidad nos planta de frente con lo que somos. Egoístas o solidarios; competitivos o colaboradores; inclusivos o discriminadores. Las historias tristes también eran muchas, desde una madre que había perdido a su beba en brazos, arrastrada por una corriente indómita e incontrolable, hasta el mecánico que, movido por un sentimiento de profunda responsabilidad, quiso atar los autos que le habían confiado y murió aplastado entre ellos. El dolor es inconmensurable. Sobran las palabras. Las historias asombrosas también fueron parte de nuestra tarde: justo en la casa de enfrente vivía una señora muy mayor, de 87 años, en una casa de una sola planta. Al subir el agua, la señora, entregando su vida, se acostó sobre el sommier, porque era incapaz de ensayar un escape de la trampa mortal en la que se había convertido su cuarto. Para su sorpresa, y la de todos, el sommier flotó, hasta dos metros, dejando su cuerpo casi pegado al techo durante unas horas que, me imagino, habrán estado cargadas de temor y esperanza. El agua bajó y la señora salvó su vida. Qué ironía, la inversión de toda lógica: contra toda suposición, mientras la anciana supo esquivar la doble cercanía con la muerte, la de su propia edad y la de la inundación, la recién nacida, una existencia en pura potencialidad, se perdió para siempre.

Caída la noche, decidimos volver. La autopista seguía cargadísima, tanto de ida como de vuelta. Miles de corazones conmovidos, hechos acción concreta, llevando donaciones y trayendo voluntarios agotados. Esa es la Argentina que me pone la piel de gallina y me hace suspirar profundo. Ojalá la sensibilidad social siga vigente, porque hay muchas personas que, sin agua ni catástrofe de por medio, necesitan de un pueblo unido y laborioso, que es capaz de regalar su tiempo con generosidad y entrega. Sin irse de la Ciudad de Buenos Aires, en nuestras villas hay veces en que las inundaciones suceden sin lluvia y vienen desde abajo, trayendo a la luz los desechos más desagradables. Qué injusticia.

Cuántas tragedias evitables son parte de esta gran catástrofe. ¿Dónde estuvieron, estos años, nuestras prioridades? A nivel político, tanto en la Ciudad, como en la Provincia y en la Nación, se destinaron fondos cuantiosos a la publicidad de la propia gestión, en una vanagloria interminable; a mega-eventos culturales y a la construcción de obras menores pero vistosas. Al final, el agua se llevó todo lo que cualquiera pudiera haber acumulado durante la fiesta del consumo y nos dejó indefensos ante el poder de la naturaleza. De poco sirven los electrodomésticos comprados, esos que mojados ya no funcionan, ni los espectáculos vistos, cuando cargo la constante incertidumbre de si me va a volver a tocar una lluvia así durante mi alquiler en Moldes. Vivir con miedo, esa es la consecuencia de una lista de prioridades políticas mal jerarquizada. Lo peor, ahora hablando desde la frivolidad de mi posición particular, es que las tormentas, esas que tanto me gustan, ya no me gustan tanto: los relámpagos que iluminan el cielo me despiertan un sentido de alerta e intranquilidad y ya no disfruto ver caer el agua incesantemente, sino todo lo contrario.




jueves, 11 de abril de 2013

La impotencia quejosa

"Es el momento para irse". "El país no da para más: esto explota". "Está todo mal, vamos para atrás". "Argentina no cambia más, hay miles de oportunidades mejores en otros lugares".

"No cambia más". En boca de un tipo de 30 años esa afirmación me estremece. No cambia más. ¿Está todo tan mal? Y si lo está, ¿realmente las cosas no pueden cambiar? Cuántos lugares comunes. ¿Por qué seremos tan pesimistas y quejosos, los argentinos? Sí, los mismos que en el exterior parecemos pedantes y soberbios, acusados de sentirnos superiores, mejores, en una mirada eurocéntrica: europeos, o vaya uno a saber qué.

Curiosamente, desde esa mirada, las cosas pueden cambiar en determinada dirección: sólo para peor. Pero pareciera que mejorarlas es una tarea tan titánica como inasible: más allá del alcance de cualquier posibilidad, no vale la pena el intento. Todo está perdido. Somos impotentes: no tenemos el poder de cambiar nada.

¿Vas a luchar contra los políticos? Son todos ladrones. ¿Y la Policía? Corrupta. ¿Las mafias? Están por todas partes. La inseguridad es omnipresente; la droga, un cáncer terminal que nos tiene moribundos; y la educación es un desastre, cada vez peor. Todo peor. Los sindicatos son nidos de ratas a los que les interesa su propio poder corporativo y no la representación justa de los trabajadores. ¿La gente? La gente ya no quiere trabajar, son todos vagos. Y cuando la mitad que trabaja se de cuenta de que lo hace sólo para mantener a la otra mitad, a la de los vagos, ahí vamos a ver qué pasa, ahí, vamos a ver... Se perdió hasta la moral. Todo anda mal: el transporte público, la salud, los servicios. Qué desastre.

Cambiar este país es imposible. Va a tomar generaciones, quizás siglos. Perdimos la oportunidad. Pasó el tren. No hay chance de que las cosas sean diferentes.

Me agoto sólo de escribirlo.

A veces me siento un tanto frustrado ante tanta frustración. Quizás estuve siempre entre los más ingenuos y, por tanto, fui y sigo siendo, siempre, un optimista empedernido... "Eso no es mirar la realidad", me han dicho. Puede ser. Pero verla toda negra, tampoco. Y sobre todo, sentirse absolutamente incapaz de cualquier cambio. Eso tampoco es mirar la realidad.

Dejemos de repetirnos y de convencernos de estas cosas. Los políticos no son todos ladrones, ni cerca. Puede que sean un poco maquiavélicos y pragmáticos, algunos no lo suficientemente preparados para sus cargos y otros totalmente ineptos, seguramente muchos piensen diferente y sostengan otras miradas del mundo que uno, pero ladrones... Ni los policías, corruptos. Muchos dan su vida en cumplimiento del deber, todos los días, luchando contra la inseguridad, esa que es grave pero que no es tan grave como en otros países a los que vamos de vacaciones porque "nuestras playas son horribles"... La droga es una porquería, estamos de acuerdo. Toda la droga eh, no seamos caretas. Y es cierto que los resultados de las pruebas internacionales de educación, como Pisa, nos dan cada vez peor, pero se explica, al menos en parte, porque seguimos pagando las consecuencias de una crisis terrible como la del 2001... Y sí, lo malo de las crisis no es que los ahorristas hayamos perdido nuestros dólares (porque la moneda nacional, claro, es una porquería desvalorizada), sino que nos quedan en el camino una o dos generaciones que ya no pueden ser educadas, que trabajan desde chicos, que no comieron suficiente, que son excluidas: en el fondo, generaciones que debemos proteger porque son nuestras. No es cierto que haya una mitad que trabaja y una que no. Hay mucha gente excluida y hay planes para incluirla. Podemos debatir sobre su eficacia, sobre su efectividad, sobre si logran lo que se proponen o si empeoran las condiciones de vida de la gente al quitarles la iniciativa y la capacidad de labrar su propia vida. Si es que eso es así. Podemos discutir. Pero no podemos seguir condenando. Ni mintiéndonos.

Si nos seguimos repitiendo que todo está mal, que nada va a cambiar y que nuestro país ya no vale la pena, nos mentimos a nosotros mismos. Esas cosas no son ciertas. Preferimos esa zona de confort, por más que sea negativa, como quien mantiene una relación masoquista porque no se anima al riesgo que implica saltar al vacío de la soledad. Preferimos tener esas malas ideas a no saber qué pensar o cómo hacer para pensar en positivo ni en qué medios poner en juego para alcanzar los fines que consideramos buenos. Preferimos pensar mal antes que elegir hacer algo, por chiquito que sea, para revertir lo que nos molesta. Hay veces en las que la queja es algo positivo y necesario: nos ayuda a reconocer una situación que nos molesta e incomoda. La queja no es esencialmente mala, pero si nos paraliza, es autodestrucción disfrazada de catarsis. Es convencernos de que no somos nada, de que no podemos cambiar nada, de que todo va a seguir igual, o peor.

Hay un montón de pequeñas acciones que hacen que nuestra realidad, de a poco, cambie. Cada uno de nosotros es actor de este circo, que es la realidad. Y como es una función improvisada, cada cual elige qué rol interpretar. Un ejemplo, si no te gusta que la Ciudad esté llena de papeles ofreciendo "servicios" de prostitución: arrancalos. No pasa nada. Arrancalos. Yo lo hago. La gente debe pensar que soy un degenerado insaciable que necesita el teléfono de innumerables prostitutas y que despilfarra sus escasos ahorros en placeres mundanos para disipados. Que piensen lo que quieran. Mi razonamiento, tan tercamente básico como simple es: estoy en contra de la trata y las mujeres son explotadas en prostíbulos. Esos mismos que se publicitan en cartelitos de papel pegados con boligoma en los semáforos. No pienso ser cómplice. Es una acción insignificante; sí. Una forma de tranquilizar la conciencia; quizás. Una falta de respeto a las verdaderas luchas, como la de Marita Verón; no creo. Es una acción chiquita, pero mía. Es un grano de arena. ¿Cuántos chicos se deben dedicar a pegar esos cartelitos en la Ciudad? ¿Unos 20? Seamos pesimistas, digamos que son 100. Sin embargo, en el más conservador de los cálculos, 300.000 personas deben ir a trabajar, cada día, a Microcentro. Me imagino a cada una sacando papelitos y sonrío, ahora, imaginándome a los pegadores profesionales, con el mismo sentimiento que Sísifo, al ver que su trabajosa tarea fue en vano. Depende de nosotros. Puede ser que sea una pavada... ¿Es una pavada? Mmmmm, no lo creo.

Hace poquito se inundó Moldes, que es la forma cariñosa de denominar nuestra casa... Se discutió sobre la ausencia de obras, sobre los créditos, las trabas para actuar, la política, los subsidios y los vecinos indignados. Pero no se dijo nada sobre los vecinos negligentes, esos que veo, siempre, sacar la basura en horarios y días erróneos, durante los paros de recolectores, las alertas meteorológicas y hasta durante algunas tormentas muy fuertes. Ellos también son responsables. Todos somos responsables. Por eso, todos podemos hacer una diferencia. Si funciona para un lado, también funciona para el otro. Se puede. Pequeñas acciones. Personales. Mías. Tuyas. No somos impotentes.

No soy un santo. Ni cerca. Sin embargo, no pierdo la esperanza: puedo ser mejor. El mundo puede ser mejor. Y el mundo está compuesto de muchas cosas muy chiquititas e insignificantes. Como "el mundo" nos queda muy grande, nunca empezamos ni por lo más chico. La tarea es tan descomunal que nos apichona. Yo no puedo cambiar el mundo, sólo. Quizás sí, quizás no. Hubo gente que lo cambió, sola. Yo creo que cada persona influye y puede cambiarlo. Y bueno, frente a grandes problemas, acciones colectivas. Imaginación popular. Pueblo hecho acción. Si no tiráramos la basura en la calle, no habría basura en la calle. Se puede cambiar. Depende de mí, de vos, de cualquiera. Sólo entre todos alcanzamos los bienes comunes: por eso son comunes. La limpieza en las calles. La paz en la sociedad. El respeto como norma. Con que uno ensucie, la calle ya no está limpia; si uno solo es violento, la sociedad ya no vive en paz ni en un marco de respeto. Mirémonos a la cara y demos el salto, el pequeño salto mortal. Volvamos a creer en el de al lado. Todo pasa por ahí, por volver a confiar. A abrir el corazón. A ser una sociedad y no una yuxtaposición de individuos egoístas y temerosos.

Elijo confiar en vos. Porque quiero otra sociedad. Estoy convencido de que juntos podemos hacer la diferencia. Solo dando ese paso, tomando esa decisión, podemos ser diferentes. Estoy seguro de que las cosas no están tan mal como nos las imaginamos. Que algún día habrá que luchar contra nichos de poder anquilosados en estructuras estatales, corporativas, culturales y sociales, sin dudas, de eso se trata la política. A no tener tanto miedo. 

Quizás, sólo quizás, si nos proponemos pensar así, algún día podamos vivir en un país mejor. 

Parece un discurso político. Quizás lo sea. ¿O acaso no todo es "político", parte de la polis, común, público, de todos? Ideas... Simplemente ideas que me caminan la cabeza en un momento de frustración. Frustración que no paraliza, todo lo contrario, me llena de iniciativa, entusiasmo y compromiso. Fundamentalmente, porque mis acciones cuentan. No soy impotente. 

Ni siquiera frente a la naturaleza, poderosamente caprichosa, somos totalmente impotentes. Podemos elegir, siempre. Es una cuestión de miradas, de cómo mirar, de cómo elijo mirar. Estoy seguro de que la solución está en cada uno, en re-descubrirnos capaces, visibles, poderosos, potentes, unidos. Optimista empedernido. Quizás. Pero no es un mundo que me imagino (you could say I´m a dreamer...) sino que anhelo y por el que vivo. Y, and I´m not the only one...

martes, 9 de abril de 2013

Rápido

Una profesora de la Facultad, una de esas grandes profesoras, organizó un "taller del alfabeto" hace varios meses, Muchos fuimos invitados a escribir sobre un tema que quisiéramos, respetando el orden del alfabeto, claro, una letra por mes. Fue, es y sigue siendo una propuesta fenomenal. Lamentablemente, participé muy poco. Aunque nunca es tarde. Creo que mis aportes fueron tantos como mis iniciales, lo que no es mucho... Les comparto lo que mandé para el mes de Marzo, cuando fue el turno de la letra "R":

Rápido:


Lunes, 6.45hs, despertador. Leo los mensajes y mails que recibí en el celular mientras desayuno. No tengo tiempo para hacerme una tostada. Me baño en 5 minutos y me cambio en otros 4. Corro al subte de las 7.30hs. Hacinado, adelanto mentalmente las ideas de la reunión de las 9.15hs. Los plazos de entrega están vencidos: hay que sacar ese tema hoy, sí o sí. Estamos tarde, como siempre. Llego al trabajo, y mi “hola”, fugaz, a la recepcionista no espera su cortés devolución. Vértigo, son 10 horas de actividad intensa. Me doy cuenta de que casi no almorcé. El día vuela. Dejé todo por hacer, pero bueno, mañana será otro día. Subte a casa. Ejercicio. Hay que correr para mantenerme sano. Una comida congelada, un resumen de noticias y a dormir, cosa que me cuesta cada día más. Hoy por suerte no hay que pasar por ningún lado ni hay eventos sociales. Fue un día extenuante. Y así, una semana, un mes y un año. Una vida. Dos vidas. Cien vidas. Mil vidas. Un millón de vidas. Una generación. Dos generaciones. Diez generaciones (¿Cuántas más van a vivir tan rápido?). Una Humanidad.

Amanezco, sin aire, como envuelto en un ataque de pánico. Siento un fuerte dolor en el pecho y mientras mi boca, totalmente abierta, inhala todo el aire de la que es capaz, me doy cuenta de que estaba soñando. Qué pesadilla horrible. Suena el despertador, son las 6.45hs. Es lunes.

martes, 26 de marzo de 2013

El poder de una idea

"¿Nos queda algún tema en la agenda?" - preguntó la Ministra a su secretario, ese tipo de máxima confianza con quien no tenía secretos. "Los planes. Ud., Ministra, tenía una idea para comentarle a los referentes barriales" - respondió. Es que una Ministra tiene muchos temas en la cabeza y necesita, sin dudas, de gente de máxima confianza que la ayude a organizar la demanda infinita de cosas que se esperan de ella.

Los planes sociales. Esos planes que no iban a repartir en orden de necesidad, sino de afiliación y confianza, desnaturalizando el fin de los mismos planes y del mismo Estado. Desnaturalizando a los beneficiarios de los planes y, finalmente, degenerándose, o desnaturalizándose -que en este último caso, son sinónimos- ellos mismos.

Esos planes condicionales estaban pensados para superar lo que Sachs, un economista que trata temas de desarrollo, llama "trampas de pobreza". Para poder superar una trampa de pobreza hay que darles una mano a los pobres, un empujón necesario para que con la inercia puedan mejorar sus vidas, y las de las generaciones que vengan atrás.

Condicionales porque supuestamente siguen la siguiente lógica: "si..., entonces...". "Si sus hijos van al colegio, entonces cobra la Asignación Universal"; "si hace los cursos de capacitación o si cumple con tal oficio en determinado horario, entonces cobra el plan Argentina Trabaja"; y así. Y si bien la naturaleza condicional de los planes permanecía intacta, se cambiaron, justamente, los contenidos de la afirmación condicional. Ya no buscando el desarrollo o la inclusión, sino lo que más beneficiara al político de turno. "Si asistís a tal acto, entonces..."; "si participás de tal proyecto, entonces..."; "si votás a tal candidato, entonces...". Sería dudoso decir que los beneficiarios son los que lo necesitan, o sea, los más desahuciados: los beneficiarios de los planes desnaturalizados son, en última instancia, los políticos de turno que hacen un uso inmoral de los instrumentos del Estado. Me estremezco al pensar sobre la gravedad moral de afectar negativamente a miles de personas... Ufff, no quisiera estar en esos zapatos, ni hoy, ni nunca.

Los planes. Esos que en vez de generar inclusión, pueden generar lo más pérfido, que es incapacitar al hombre. Hacerlo bobo. Esclavizarlo. No con hierros y cadenas, sino atontando su espíritu y robándole la iniciativa creadora, la capacidad de emprender, la esperanza. Y no hay nadie más peligroso, ni más fácil de manipular, que un hombre desesperado. Porque alguien que perdió la esperanza es, por definición, eso: un desesperado.

Y peor que un hombre desesperado, es una familia desesperada. Peor que una familia, una comunidad. Y más grave que una comunidad, es una generación desesperada.

O dos.

O tres...

El poder de cambiar una cultura, por completo, solo con una idea. Y de eso se trata esta entrada. Sobre el poder de las ideas.

Qué regalo grande y qué carga pesada es, a la vez, la libertad. 

El poder de una decisión. Tan chiquita, tan habitual, tan nuestra, tan obvia. ¿Somos conscientes del efecto de nuestras acciones? ¿Del peso sobre la realidad de nuestras ideas? ¿De la forma como, queriendo o sin quererlo, transformamos la realidad?

Y antes de una decisión, el poder de una idea, de un sólo pensamiento. Su capacidad de cambiarlo todo.

El viejo refrán chino sobre el que se creó el concepto de "efecto mariposa" dice que el aletear de una mariposa puede cambiar el mundo. Qué exagerados son los chinos. Una mariposa. Ni siquiera eso, ¿para qué tanto? El efecto de un pensamiento puede cambiar el mundo, totalmente.

No por vibraciones cósmicas ni por ninguna de esas nuevas ideas sobre atracción universal. Una idea suficientemente fuerte se encarna y se vive, se expresa, se hace acción. Ella sola. Es autónoma y libre. Te posee y te condiciona de una manera que ya no percibís pero que es real. Está ahí.

Por eso los viejos sabios medievales, que de didáctica sabían mucho, decían que se enseña, antes que con palabras y con obras, con lo que uno es.

Y quizás, sin darnos cuenta, le hayamos enseñado a la Ministra que el fin justifica los medios y que la acumulación de poder es algo deseable en sí mismo y no con miras a hacer el bien y para servir a los demás. Probablemente nadie se lo haya dicho. Ella lo aprendió sola. Mirando. Siendo.

Cuidado con los pensamientos. Cuidado y bienvenidos. Se los dice alguien a quien las ideas lo atosigan, literalmente.

Pienso en ese político o ese asesor de político que vio en los planes sociales un instrumento de dominio. En aquella persona que lo ideó por primera vez. Simplemente, cambió el mundo. Una idea que quizás tuvo en la ducha, corriendo, teniendo sexo, charlando con un amigo en estado de ebriedad, mientras leía, quién sabe.

Pienso en el militar belga que tuvo la brillante idea de seguir acrecentando las diferencias eternas entre tutsis y hutus, en Rwanda. Pienso en el primer tipo que odió a un judío, a un católico, a un homosexual o a un inmigrante. Y quizás ni siquiera lo verbalizó, simplemente fue. Pequeñas ideas que transformaron el mundo. Una especie de TEDx, al fin y al cabo.

Es imposible medir el alcance total de nuestras acciones. Lo que no quiere decir que sea imposible juzgar su moralidad, aquí y ahora. Pero nunca somos del todo conscientes de "hasta dónde" llega nuestra acción ni de las consecuencias que tiene sobre la realidad.

Por eso me siento obligado a examinarlas. A pensar mis pensamientos. A volver sobre ellos. A re-flexionar. A no vivir con una idea implantada, cuyas consecuencias no conozco y que no sé de dónde saqué.

Escuché muchas veces que sería increíble conseguir esa máquina de la película Matrix, esa que te enseña cualquier cosa en sólo unos segundos. Ideas implantadas. ¿Matrix? Gracias, pero no. Prefiero el esfuerzo de pensar. Para Matrix ya tenemos la tele, la cultura, los prejuicios, lo que vemos todos los días en la calle. Lo que es. Prefiero pensar, sabiendo que ignoro la mayoría de las cosas que conozco.

El poder de una idea es capaz de transformar el mundo. Totalmente.

Ideas, tan inofensivas que parecen: son la trinchera de la existencia. 

jueves, 14 de marzo de 2013

Un Papa Argentino

Hay que decirlo, Dios es un maestro.

Porque claro, para nosotros, los cristianos, es el Espíritu Santo quién elije a los Pontífices. Por eso el viejo refrán: "Quien entra al Cónclave como Papa, sale Cardenal".

Hay otra lógica, ajena a la rosca política y a todo eso que se le critica a la Curia de Roma. Sí, hay internas, hay diálogos, hay grupos, como en todo lo humano. Pero también está la mano de Dios. Curiosamente, la mano de Dios. Si antes nos había prestado la izquierda, ahora tenemos también, por un rato, la mano derecha.

Un Papa no europeo ya me parecía una tremenda revolución. Un Papa asiático, africano o latinoamericano, un flor de lío. Lo que definitivamente no me esperaba, ni siquiera sé si deseaba, era un Papa argentino... Pero al escuchar "Georguim Marium" en la voz temblorosa del Cardenal francés más anciano, se me erizó la piel. "Beroglio" le entendí. ¿Dijo Bergoglio? "Jorge Mario Bergoglio, ¡es Bergoglio!" - deduje, aunque todavía sin animarme a estar del todo conmocionado. Al confirmarlo, no podía estar más contento, exultante, jubiloso, radiante. Emocionado, conmovido, vibrante. Un Papa que conoce nuestra Ciudad, que creció en Flores, fue a una escuela técnica, anduvo siempre en colectivo y se tomaba la línea A del subte... Uno que toma mate, dialoga con todas las religiones, conoce la pobreza, no tiene pelos en la lengua ni miedo de enfrentar a los poderosos. El que habló de la trata, del narcotráfico, del paco, de los prostíbulos, del juego...

Pero todo esto es un análisis provinciano. Como eso que también escuchamos de los supuestos vínculos con los militares, las silbatinas y los comentarios mal intencionados. A no darles bola. No son más que eso, análisis y críticas provincianas, de quien no alcanza a entender la importancia, relevancia y grandeza de un evento histórico concreto. Porque la dimensión de este evento es sobrenatural, antes que natural. Este mal de los argentinos de salir a tomar lista para ver qué hacía cada uno durante los años del Proceso o la dictadura. Qué bárbaro. Tiene que aparecer nuestro Premio Nobel de la Paz para que por fin se acallen estos rumores. A pesar de la enorme alegría que se palpita en todas las personas, hay algunos en quienes se cumple la vieja profecía: "Nadie es profeta en su tierra".

Volvamos, un Papa que eligió, como nombre, "Francisco". Qué lindo. ¿En qué estará pensando Dios? ¿Será, como me animo a palpitar, que el clamor popular, ese que exigía una Iglesia no escindida entre los que se regalaban a los más pobres, los que cuidan a esos millones de enfermos de HIV en África, la que mantiene hospicios, orfanatos, escuelas y está en todos los confines del mundo y la otra, la de la jerarquía, la que se critica, la que se vincula a los Vatileaks y a los escándalos económicos, sean, por fin, la misma, una, universal? ¿Será que el camino está no tanto en la -necesaria- sabiduría teológica sino en combinarla con saber mostrar la vulnerabilidad que nos hace ser humanos? Y un Papa que viene del fin del mundo a mí me ilusiona en ese sentido. Pienso en una Iglesia que sale, evangelizadora, al mundo. La que se encuentra con todos. La que recibe a aquellos que son invisibles. La que dialoga con todas las religiones y es mediadora en los conflictos. Me imagino al Papa, tal como lo hizo muchos Jueves Santos, lavándole los pies al personal de maestranza, o a algún enfermo, dándole importancia a esos sacramentales que son signo de humildad. Pero más allá de las tareas del mundo, me ilusiono, también, con una Iglesia espiritualizada, más desapegada de los cánones terrenales, atenta a los votos de pobreza. La que lleva, sobre todo, a Dios a todos lados. Francisco. Un sólo nombre que me dice muchas cosas. Una Iglesia de paz y bien.

Por ahora, tal como lo hizo con mucha grandeza Benedicto XVI, quien se retiró a una vida de oración; y tal como nos lo pidió Francisco, nuestro Papa, a nosotros, el pueblo: nos queda rezar por él. Mucho. Y de los dones que noto que se derramaron en nuestra patria, el primero es ese: que mucha gente sintió un entusiasmo renovado ante la noticia. Que Dios quiera que se convierta en fe, en esperanza y, sobre todo, en acción transformadora de amor. Rezar. Quizás lo más silencioso. Lo que nadie nota. Lo que nadie sabe. Lo más humilde. Rezar. Eso es lo que se nos pide.

En agradecimiento, por este don tan inesperado y tan particular. En alabanza, para glorificar a este Dios tan sorprendente que tenemos. En plegarias hechas ruego, para darle fortaleza, paz, paciencia, una mirada misericordiosa y mucho amor a Francisco I.



lunes, 11 de marzo de 2013

Las aventuras de la diferencia

(Le robé el título a Vattimo, aclaro)

Cerrás los ojos, aunque las luces de neón intermitentes y los leds se cuelan, invasivos, hasta dentro de tus propios párpados, iluminando la intimidad más propia, la que te da estar con vos mismo, en esa supuesta "absoluta oscuridad". La marea humana se hace sentir en la forma de rozamientos, vapores y de la percepción de movimiento alrededor. El suelo vibra al ritmo de los bajos, mientras escuchás algo que te dijeron que es koreano, que dice así como "Upa Gangnam Style". Podés estar en Buenos Aires, en un boliche de moda, para chicos de clase alta. O en Rosario. O en Salta... O en Lima, o en New York, o en Bangkok, o en Bucarest, San Petersburgo, Bali, Ciudad del Cabo o, quizás, en Sydney. Sobre la universalización de la cultura o sobre cómo, a pesar de ser distintos, nos queremos parecer cada vez más.

Hace unas semanas, volviendo de un viaje con Guada, nos quedamos varados por un día en Japón. "Bueno, aprovechemos para ver un poco de qué se trata este país" - le propuse a la flaca, quien accedió sonriente. Nos pusimos toda la ropa que teníamos porque hacía bastante frío y fuimos a dar una vuelta por Narita, vestidos como momias. Nuestro hotel tenía un servicio de colectivo que conectaba nuestro edificio con un centro comercial y hacia allá fuimos. No teníamos mucho tiempo para comer ya que el último bus del día terminaba su recorrido en nuestro hotel y pasaba por el shopping en sólo 45 minutos. "¿Qué te parece si comemos sushi?" - propuse, entusiasmado. Es que ir a Japón y no comer sushi es como irte de la Pampa sin un buen asado. "Obvio, vamos". Rápidamente buscamos un lugar donde vendieran sushi. Al entrar, como era esperable, todo estaba, literalmente, en japonés, motivo por el cual no entendíamos nada, ni siquiera los números (cosa peligrosa cuando uno se sienta a comer en un lugar que no conoce). La moza no hablaba inglés, menos español. Además de no entender el menú ni poder comunicarnos con la moza, el restaurante era, al menos para nosotros, novedoso: el sushiman estaba en el centro de un cubículo de unos 30 metros cuadrados; rodeándolo, como si se tratara de una barra, estaban "las mesas", que todas miraban hacia el chef. Alrededor del cubículo, una pequeña cinta transportaba piezas de sushi, en platos de diferentes colores. Guada me miro fijamente y me dijo con autoridad: "tenemos que pedir, comer y pagar en menos de 40 minutos y no sabemos pedir, cómo comer ni cuánto va a salir". Tenía tres veces razón y, como suele pasar en nuestra relación en circunstancias como estas me limité a tener la última palabra "tenés razón". Prosiguió: "hay un Subway en la puerta donde nos dejó el ómnibus, si querés nos podemos comer un sandwich y después nos queda tiempo para dar una vuelta". Era una buena idea. Y eso fue lo que hicimos.

Y lo curioso es eso. Que estás es Japón, o en la India, o en España, o en Camboya, o en Perú, o en Costa Rica, o en Brasil, o en Egipto, y comemos lo mismo... Y eso me hace un poco de ruido. Porque en Japón, en la India, en España, en Camboya, en Perú, en Costa Rica, en Brasil y en Egipto tienen comidas locales, que seguramente sean todas muy ricas, o, al menos, diferentes a las propias. Comidas que serán parte de una tradición, que fue recibida por alguna generación, hecha lección de cocina. Pero cuando viajamos, en vez de descubrir ese aspecto de la cultura, nos lo perdemos por ir a "lo conocido". No por brutos, sino porque nuestro cerebro, que es vago, siempre prefiere lo que menos energía le consume: si es posible, no pensar. La homogeneización de las culturas se puede dar de diferentes maneras, pero cuando hay una que se impone sobre la otra, hasta que la hace desaparecer, a eso, en Sociología, se lo llama "aculturación". No hace falta que se de por medios violentos. No digo que haya pasado esto, pero sí me parece que está pasando, un poquito sin que nos demos cuenta. Y me parece que está pasando cuando veo que los restaurantes se parecen cada vez más, en todos lados. Cuando veo que los cafetines, de esos que quedan por Microcentro, donde si vas muchas veces seguidas el mozo te saluda y te llama por el nombre, o te dice "Dr.", le ceden su lugar a Starbucks, donde sólo saben mi nombre porque está anotado en un vaso descartable. Y seguramente a muchos esto les haga ruido. "Son las leyes del mercado"; "es lo que la gente elige"; "es el progreso"; "es la que hay". Sin embargo, es algo que a mí no me gusta. Sí, los mercados son globales y el alcance de las marcas es universal. La gente, de hecho (y yo me incluyo: me encantan el Big Mac y el frapucchino de dulce de leche), elige esas marcas globales en desmedro de los emprendimientos locales. No digo que haya que subsidiar negocios privados deficitarios ni castigar a los emprendedores que ponen una franquicia de alguna cadena de comida rápida internacional. Simplemente señalo algo que no me gusta, aunque yo sea, incoherentemente, a la vez, parte del problema y de la solución. No sé cómo resolverlo, simplemente sé que me incomoda y que no quiero imaginarme un mundo donde todos perdemos parte de nuestra identidad cultural para abrazar un ideal "global", encarnado por una marca que hace comida de dudosa calidad nutricional. Me gusta más un mundo donde estás en Egipto y pedís algo apuntando al menú, ese que no entendés, o directamente a lo que parece más apetecible en un charanguito por ahí, sin saber bien qué es, y te dejás sorprender. En un mundo donde en Turquía probás las famosas "delicias turcas", que de deliciosas tienen sólo el nombre. Donde estás en España y te vas de tapas y pinchos, o sentís la hospitalidad "pura vida" de un buen manjar costarricense.  Donde hay comidas regionales y gourmets locales. Nunca me voy a olvidar de las "hamburgruesas" de Charly, que era un tipo con una parrilla chulengo en Máncora, en Perú. Y fíjense, ¡estoy hablando de un tipo que hacía hamburguesas en un, entonces pueblo, hoy ciudad, frente al mar! No soy un talibán, simplemente celebro lo local, que me parece más auténtico, y autóctono, a la hora de conocer un lugar cualquiera. Esta crítica le va a parecer, a muchos, inaceptable. Al menos, difícil de comprender, o una postura con la cual no se siente, siquiera, empatía. Admito que soy un exponente un poco particular de la centro derecha.

Y si solo fuera la comida... Pero no.

Es la ropa. Es la forma de divertirnos. La manera como nos comunicamos. Los mandatos que tenemos: ufff, los mandatos. Y se va dando la unificación de los criterios estéticos y, quizás más llamativo todavía, de los parámetros antropométricos, de "las medidas perfectas", como si las mujeres de Indonesia, de Sudán, de Brasil y de Ucrania fueran si quiera parecidas.

Y de repente ya no sé distinguir con tanta facilidad entre una mujer joven, una adolescente agrandada o una señora no tan grande.  Es que usan todas... lo mismo. En todos lados. Todas se quieren ver igual aunque sean diferentes.

Es lógico que al estar más cerca, producto del proceso de globalización, influyamos más sobre los demás. Es lógico. Pero no sé si me gusta, aunque no sepa bien qué proponer ni cómo llevarlo a cabo. Después de todo, cualquier idea es, en algún momento, incipiente, inmadura y verde.

Y no, tampoco es cuestión de romper todo, como los movimientos anti-globalización. Tampoco es cuestión de extremar lo local, al punto de detestar lo foráneo. Ni que hablar de los grupos terroristas, que ven en el diferente a alguien peligroso, que merece perder la vida, simplemente por el hecho de tener una proveniencia distinta a la propia. Qué locura. Pero tampoco es cuestión de abrazar acríticamente tradiciones tan ajenas como Halloween, que nada tienen que ver con nosotros. Nada. ¿Será que hace falta encontrar, como en todo, un prudente justo medio? ¿Y si en el camino se nos pierden algunas cosas que no recuperamos? Qué miedo. Quizás mientras le encontramos la vuelta seguimos comiendo una comida que nos cambia no solo el cuerpo, sino también la forma de ver las cosas, y mientras se nos pierdan algunos lugares tradicionales de la Ciudad. Quizás. Y sería una pena.

No todo lo extraño es malo. De la misma manera en que no todo lo extraño es bueno. El problema, al menos para mí, es la falta de crítica, es copiar por copiar, es ser universalmente iguales. Después de todo, casi todas las cosas que tenemos fueron gracias a la generosidad del desarrollo de otros. En términos culturales, Argentina, ese crisol de razas, se nutrió de lo más particular de los locales y los europeos. Y ahora lo sigue haciendo al seguir recibiendo a muchos latinoamericanos, que de a poco van mostrándonos otras muchas formas de ser que son igualmente válidas a las propias y de las que aprendemos, en un marco de apertura y respeto.

Una idea, no ajena a potenciales críticas, incluso propias, es argentinizar o, en términos más globales, localizar, hacer local, todas las cosas. Y que los call centers, el marketing, el delivery y muchas otras cosas que ya nos acostumbramos a decir en otra lengua, se digan en castellano, no de Castilla, sino de Argentina, ese que dice "che, vos, boludo, mercadeo, entrega a domicilio y centros de llamado". Es una idea. Qué se yo.

No sé cuál es la solución. Es más, ni siquiera sé si este es un problema. O si es la descripción de un movimiento sociológico inevitable. Después de todo, nuestra cultura seguramente haya cambiado horrores si la comparamos con hace cien, doscientos y trescientos años. Casi repitiendo a Heráclito parece que todo cambia, fluye, se mueve y nada permanece... O quizás esta reflexión sea una simplificación del torbellino que deviene hecho mundo global y del que simplemente capto esta intuición: "cuidá lo propio". Y esta es la mejor manera en que pude hacer palabras algo tan imposible de expresar como una intuición, ese saber sin razones, pero que a nivel subjetivo es enteramente cierto de todas maneras. Es que lo que realmente me rebela es saber que las diferencias, bien llevadas, están buenísimas. Y son una aventura más interesante y enriquecedora que la homogeneización de lo distinto. Pensar en un mundo de iguales me aburre mucho. Muchísimo. Me parece, incluso, que sería un mundo que hace mucho el ridículo.

Abro al diálogo. Después de todo estar en Pampa y la Vía es un poco esto, saber que no sé nada. Quizás, entre todos, podamos parir alguna verdad. Y divertirnos en el camino. Quién sabe. Tienen la palabra.



viernes, 1 de marzo de 2013

Mis amigos, los filósofos

La primera vez que festejé mi cumpleaños habiendo comenzado el tiempo universitario, invité a toda la gente con quien compartía algún ámbito de mi vida: allí estaban "los del colegio", "los de rugby", "los de la facu", "los de la misión", etc. Uno de mis amigos del colegio, de esos de "toda la vida", con quien había compartido no sólo el aula, sino también miles de entrenamientos y partidos, y con quien había hecho algunos viajes, me preguntó: "tus amigos de la facu, ¿vienen de trabajar?". Mis otros amigos "del colegio" estallaron en una sinfonía disarmónica de carcajadas estridentes. Era sábado. Se reían de la forma como se vestían, siempre tan formales, mis amigos los filósofos.

Lejos de cualquier estereotipo, en la Facultad de Filosofía descubrí gente tremendamente disciplinada y estudiosa; responsable y laboriosa. ¿Dónde están los hippies que se preguntan sobre el sentido de la vida? Esos quizás se pusieron un bar en la playa y, no niego, pueden ser excelentes filósofos. Sin embargo, si Uds. vieran el compromiso con la Verdad de los que deciden estudiar Filosofía, que no es otra cosa que hacerse esas preguntas y buscarles respuesta, sistemáticamente, quedarían anonadados y gratamente sorprendidos. A mí me pasó. Es fascinante.

No mucha gente conoce a algún filósofo... Es que si somos muy optimistas, cada año se recibirán, aproximadamente, unos 250 filósofos profesionales. Mi cálculo: no debemos ser muchos más que 20.000 en todo el país, por lo que si tomamos 40.000.000 como el número total de argentinos, somos uno de cada dos mil, o el 0,0005% de la población. Poquitos.

Bueno, es lógico, es una profesión que, evaluada en relación a su utilidad, no sirve para nada. Pobre Guadalupe, quien ahora descubre que su padre (una especie de MacGyver argento, capaz de arreglar un auto con una cortaplumas mientras hace un asado de achuras y chequea que los caños del baño estén destapados) es poseedor de todas las características de las que carece su novio, quien, para colmo, es filósofo. No ingeniero, carpintero, plomero, electricista, chef, organizador de eventos ni, acaso, barrendero... Qué desastre. Así que mientras el filósofo, concentrado en las cosas más elevadas, reflexiona, quizás leyendo, quizás mirando una pared, la pobre Guadalupe se escandaliza del polvo que mis ojos no perciben (aunque mis plantas a veces lo denuncian), de las lámparitas que siguen sin ser cambiadas (causando una ausencia de luz que empeora notablemente mi visión) y la comida que debe ser, encima, cocinada. Estas cosas distraen al filósofo. Pero salgamos de los casos particulares para volver a la Filosofía y a mis amigos. "¿Cómo que no sirve para nada?" - dirá quien valora algún texto que lo hizo reflexionar, escandalizado. Es que no, no sirve para nada. Fue una de las primeras lecciones en la materia más introductoria de primer año, su nombre lo dice todo: Introducción a la Filosofía. Y allí, estupefactos, escuchábamos al mismísimo decano de la Facultad de Filosofía y Letras afirmar, con absoluta seguridad: "La Filosofía no sirve para nada; y digo esto porque la Filosofía no está al servicio de ningún fin práctico, no es un medio útil, no sirve a otro: no sirve para nada porque no tiene utilidad práctica". Cinco años de carrera estudiando latín, griego, materias que por suerte están en cuarto año, que es el tiempo que te toma aprender a pronunciarlas, como Gnoseología, y todo eso para nada. ¡Buena decisión! Nadie más feliz que el padre de un alumno de primer año de Filosofía...

Como hay muy poquitos filósofos y es muy probable que mucha gente no conozca, siquiera, a uno, déjenme contarles cómo son y cómo es tener muchos amigos filósofos. Mis amigos, los filósofos, eligieron estudiar una carrera que no sirve para nada. Eso solo ya los hace personas bastante interesantes. Porque en un mundo donde la mayoría de las cosas son interesadas, donde tenemos una mentalidad especulativa, economicista, que intenta racionalizar los medios para ponerlos al servicio de los fines que alguien pretenda alcanzar, acá tenemos a diez personas que funcionan mal. Diez personas, sí, esos pocos son mis compañeros de Filosofía.

Haciendo mejor las cuentas, quizás seamos menos de 250 por año, pero bueno, seamos optimistas. No sólo estudiaron una carrera que no sirve para nada, sino que además, la gran mayoría, estudió idiomas, para poder leer, en su lengua original, a los más diversos autores: italiano, inglés, alemán, francés. Algunos leen en latín de corrido, ¡y entienden! Cosa asombrosa la Filosofía. En algún momento dije que decidirse por esta carrera es como estar muy enamorado de la más fea del barrio: es un hueso duro de roer, pero cuánto se hace querer, es fortísimo. Los filósofos, antes que nada, son tipos enamorados. Por eso, quizás, se los vea siempre tan distraídos.

Una reunión de amigos es algo apasionante. Es escuchar los mismos cuentos miles de veces, reírnos como la primera vez con cada uno, mientras el narrador designado le agrega algún nuevo color, probablemente inventado, a la vieja historia que nutre nuestra amistad. Y mientras tomamos un fernet, o una cerveza, nos reímos ruidosamente, gritamos y repetimos los viejos rituales que inventamos (y heredamos) hace ya casi quince años de juntarnos a comer asados. Obviamente también es discutir, airadamente, sobre política, sobre religión, sobre deportes, sobre negocios, sobre trabajo, sobre nosotros mismos. Es compartir las alegrías y los dolores. Es un ámbito de incondicionalidad respetuosa, donde conocemos los límites, pero a veces nos animamos a traspasarlos para medir las reacciones de los otros. Es saberse querido y valorado, más allá de los abismos hermenéuticos y de las posiciones irreconciliables. Una reunión de amigos es algo realmente apasionante.

Las reuniones de filósofos son parecidas, pero distintas. No son tan apasionadas. Allí todos se escuchan, siempre. No se grita tanto. Se discuten ideas y no se critica a la personas que las sostienen. Eso es algo notable e incomparable. Todos saben lo que es una falacia ad hominen, por lo que nunca, en diez años de amistad, escuché una referencia negativa sobre alguien, aunque sí muchas críticas -en el sentido de "juicios para discernir un tema"- de la opinión de alguien. Es un ámbito de absoluta tolerancia y de un pluralismo que no conoce ni la ciudad más cosmopolita. Es que así fueron entrenados: tratan con respeto ideas tan delirantes que ni los hippies del Bolsón, en el más fuerte de sus "viajes", podrían llegar a imaginar: que somos ideas divinas, que todo es material, que el alma está encarcelada en el cuerpo, que estamos hechos de elementos primigenios que se unen o separan según son informados por el Amor o el Odio... En fin, se han acostumbrado a escuchar, y a respetar, a todos. Si en una reunión cualquiera existen unas diez opiniones e ideas, en una reunión de filósofos esos números se multiplican exponencialmente. Todos piensan sus respuestas y hablan desde sus lecturas y experiencias. No son tan impulsivos como el resto de nosotros. Se discuten autores. No se habla tanto de negocios ni de fútbol. Las cosas que pasan en la actualidad se leen a través de conceptos macro que ordenan el pensamiento: maniqueísmo, funcionalismo, biologicismo, entre otros muchos "ismos", que nunca son, por ejemplo, como "turismo". No son más inteligentes, pero sí mucho más dedicados y enfocados: aman estudiar. Yo, que siempre estuve entre los más brutos de mis pares filosóficos, aprendo mucho estando con ellos.

No puedo dejar de darle una respuesta a la típica pregunta: "cuando terminan la carrera, ¿qué hacen los filósofos?" Mi opinión es que son muy creativos. O un poco caraduras. Es que conozco muchos filósofos que se dedican a la docencia y a la investigación, pero los hay también estudiando MBAs, dirigiendo empresas, en el Estado, siendo líderes sociales, en el mundo del periodismo, en el seminario, músicos (sí, como si no les hubiera alcanzado con equivocarse una vez de carrera), entre, créanme, varias otras salidas laborales. Conocí uno que trabajaba en un banco: me sigue pareciendo un caso increíble. Para ser tan pocos son muy creativos, definitivamente. Y lo más curioso es que son humildes: atrévase a llamar "filósofo" a un filósofo y la respuesta, irremediablemente, será: "bueno, intentando, soy estudiante/profesor/licenciado/doctor en Filosofía, pero filósofo, como quien dice, Filósofo, no". Entonces, mientras los abogados se hacen llamar doctores, sin nunca haber hecho mérito para tal distinción académica, acá tenemos a los filósofos, negando su condición, por sentir que el título, a pesar de todos sus esfuerzos, les queda grande. Qué bichos raros. Si bien han estudiado mucha lógica caen en una contradicción evidente, que es, por un lado, afirmar que todos somos filósofos, porque todos, irremediablemente, nos preguntamos por aquellas razones últimas de las cosas y buscamos darle una respuesta personal a esos interrogantes, y, por el otro, sentir que sólo los grandes filósofos que entraron al Panteón de la Historia de la Filosofía, son filósofos.

Pero bueno, estas líneas, quizás algunas exageradas, quizás no todas aplicables a todos los filósofos argentinos o a sus grupos de filósofos amigos, sí describen mi manera de percibir, conocer y querer a mis amigos, los filósofos, con quienes tengo la dicha de poder seguir caminando, y pensando, este peregrinar que es la vida. Y para que no los imaginen de una manera más bizarra de lo que ya los representé en estas pocas líneas, les presento, finalmente, a mi grupo de amigos, enamorados de la Verdad:

















miércoles, 20 de febrero de 2013

Flechas amarillas



Suena el despertador. Son las 6:15am. Nunca fui bueno con los números, pero calculo que somos unas 100 personas en ese cuarto enorme de Roncesvalles. Muchos todavía roncan. A esa hora suelo estar atontado y los minutos se me pasan como si se tratara de segundos. Cierro los ojos; los vuelvo a abrir y; en mi parpadear, Cronos, el dios del tiempo, se engulló 7 minutos de mi vida. El Cronos nos devora y, en mi caso, suele ser más goloso a la mañana. Los alemanes saltan de la cama como si hubiera una alarma de incendio y en cuestión de minutos ya están cambiados y listos para empezar el día. La mayoría de la gente sigue durmiendo, exhausta. Mi herencia latina me pesa un poco más que a los germanos y recién salgo de la cama a las 6.30am. Hace mucho frío, unos diez grados a lo sumo. 


Es el primer día del Camino de Santiago. Curiosamente, el camino lleva mi nombre, cosa que me ayuda a sentirlo de una manera más personal. En el fondo, es el camino de cada uno. Mi Camino.

Ochocientos kilómetros separan Roncesvalles, en el límite de la frontera entre España y Francia, esa frontera separada por los Pirineos, de mi destino final: Santiago de Compostela, donde está, supuestamente, la tumba del Apóstol Santiago. En hebreo, Santiago se dice "Jacob", por lo que el camino también es conocido como "camino jacobeo". Parece que este apóstol, pescador, hermano de Juan, el discípulo preferido, era muy malhumorado y temperamental, motivo por el cual Jesús lo llamaba "hijo del trueno". Evidentemente, algunas características son inherentes al nombre. A pesar de estar haciendo un viaje que soñé, me levanto malhumorado y estoy enojado con estos alemanes tan enérgicos y ruidosos.

Me sorprende lo rápido que me visto, en esa oscuridad que se suma a mis muchas dificultades naturales para ver con claridad. En pocos minutos estoy listo, con la mochila puesta y dispuesto para partir. En los bolsillos de la campera llevo un par de bananas, un chocolate y pan. Son algo así como mis provisiones para la primera etapa del Camino, que consta de unos 22 kilómetros por el bosque y los pueblos de la montaña.

Según la Tradición, después de Pentecostés, Santiago partió para Hispania, una provincia romana donde evangelizó por varios años. En términos humanos, le fue realmente mal: siete conversiones. Mientras Pablo, unos años más tarde, le escribía cartas a comunidades enteras, el testarudo de Santiago seguía intentando convertir a algún que otro gallego (aclaro, estaba en la región de Galicia, por eso el gentilicio). Según la Tradición, tuvo la mala idea de volver a Jerusalén justo cuando Herodes Agripa había ordenado perseguir a los cristianos. Le cortaron la cabeza. Sus discípulos, pocos pero buenos, lo llevaron en una mítica barca de piedra a través del Mediterráneo, escoltados por ángeles, hasta donde hoy se encuentra la ciudad de Santiago de Compostela. Sin embargo, por ocho siglos su tumba permanecería en el anonimato más absoluto, hasta que fuera descubierta por un ermitaño, llamado Pelayo, que declaró ver luces en la mitad del campo, durante una noche. Al investigar, encontraron la tumba de un hombre decapitado, con algunos signos de que se trataría de la tumba de Santiago. En menos tiempo que más, se convirtió en el tercer punto de peregrinación del cristianismo, detrás de Jerusalén y Roma.

Pasemos en limpio, caminar ochocientos kilómetros hasta la tumba de un tipo descabezado. Un tipo que, incluso hoy, nadie sabe bien quién fue, ya que hay abiertos varios debates sobre la autenticidad del hallazgo. Además, dicen que los restos del hijo del trueno fueron escoltados hasta este lugar de descanso por ángeles, en una barca de... piedra... Buen plan Santi.

Lo más irónico es que estoy seguro de que la tumba del Apóstol está ahí, donde me han dicho que está, en el corazón de la Catedral de Santiago de Compostela. Y la quiero conocer, peregrinando.

Quizás no le haya ido tan mal a Santiago Apóstol en su evangelización. Después de todo, ahí estamos, cientos y miles de peregrinos, hace ya más de un mileno, recorriendo los mismos caminos, con el mismo destino... En los tiempos de Dios, siempre, todo, da fruto a su debido tiempo. Qué lindo misterio y qué lección de humildad.

Empiezo a caminar y todavía es de noche. Salgo con algunos compañeros que conocí el día anterior, cuando todos llegábamos, a la vez, a nuestro punto de partida. En el fondo, si bien estoy acompañado, me abraza un sentimiento de profunda soledad. Una soledad linda. Elegida. Necesaria. Todavía no sé que voy a caminar con estos compañeros durante dos semanas, enteras. Que los voy a tener que dejar, con profundo dolor, tanto físico como espiritual, luego de lesionarme y sentir la carga de una tendinitis mal llevada por varias jornadas extenuantes. Porque con ellos descubrí que la vida te pone siempre a alguien al lado, pero así como llegan, también deben seguir. Que después de todo, no somos más que peregrinos en esta vida. Y quien ha peregrinado, sí que entiende esta imagen.

Al dejarlos, con un sentimiento de profundo pesar y hasta de miedo, angustiado por tener que estar, nuevamente, solo y de tener que volver a forjar nuevas relaciones -si es que podía seguir caminando, cosa que finalmente pude hacer-, entendí que estaba aprendiendo algo: debía caminar a mi propio ritmo. Es lindo caminar con amigos. Podés charlar, discutir, compartir, limpiar el corazón. Pero cada uno tiene su propio ritmo, tanto interno como de marcha. Al obligarme a ir un poco más rápido de lo que podía aparecieron las ampollas. Al principio fueron un par, después dos pares y, al final, hasta once... en un sólo pie. Pisar mal me llevó a hacer malos movimientos y los malos movimientos me causaron una tendinitis. El dolor se hizo, francamente, insoportable. Todavía hoy, cuatro años después, cuando corro mucho o hago un esfuerzo grande, siento una carga extra sobre el lugar de esa vieja lesión. Como un recordatorio, un aviso, "tomátelo con calma".

Un amigo me hospedó en la ciudad de León por una semana y la segunda parte del viaje, diez días para ser exacto, fue muy diferente. A mi ritmo, con mayor silencio. Fue otro camino, ni mejor, ni peor. Conocí otros muchos muy buenos compañeros, con quienes pude volver a compartir un poco del camino y de la vida. Pero el que había cambiado era yo.

Y como todo algún día termina, como siempre que nos ponemos una meta y somos los suficientemente testarudos para no aflojarle a los obstáculos, un día, después de veinticuatro de caminar y de seis de recuperar una lesión, sí, un día, entré bañado en lágrimas de emoción a Santiago. Qué lindo viaje. Conocí la tumba del Apóstol y recibí mi Compostelata, que es una especie de diploma por haber llegado. Comí muchas tartas de almendras y dormí más en tres días que en un mes de caminata.

Los paisajes, las personas, los momentos de introspección, el silencio, cada pueblo y ciudad, la comida, tan típica de cada región del norte español. Qué lindo fue el camino. Pero si tengo que pensar en aquello que más extraño, aquello que me hubiese gustado traerme a Buenos Aires, hacerlo mío, para siempre, no tengo ninguna duda: las flechas amarillas.

Y sí, si caminás ochocientos kilómetros y atravesás campos, pueblitos, montañas, ciudades, parajes desérticos, palacios e historias, monasterios y caminos en el bosque, con lluvias, tormentas, días en que el sol nos abrazaba y mañanas de intenso frío en el monte de Navarra... y sí, te podés perder, muchas veces. Sin embargo, no te perdés. O te perdés muy poco. Porque el Camino está lleno de flechas amarillas que te orientan y te ayudan a llegar a tu destino. Y cada vez que dudás sobre dónde estás y hacia dónde hay que seguir, en un árbol, en una piedra, en el suelo, en una pared, en el asfalto, en un palo, en una casa, en cualquier lado, aparece una señal, clara, indiscutible, evidente, que te indica hacia dónde seguir: es una flecha amarilla. Y los mojones del camino pierden importancia, para darle lugar solamente a las flechas.

Un poco como decía el Cardenal Newman, quien con mucha sabiduría le pedía al de Arriba que no le diera luz para todo el camino, pero sí mucha claridad para el próximo paso, así, tal cual, pasaba en el Camino.

Y hoy, varios años después, extraño mucho las flechas amarillas. Y me doy cuenta de que me pierdo más de lo que me gustaría. Sé que ya no camino por bosques inescrutables ni por parajes desolados. Pero me pierdo con mayor frecuencia y gravedad. Y esta vez, peregrino, el destino no es la tumba del Apóstol Santiago, sino la de Santiago, a secas, la tuya propia. En este camino que es la vida, perderse no es tan gracioso. Por más que siempre hay oportunidad para volver al Camino y que el haber andado errante es, a la vez, experiencia sobre lo que no quiero, ya no veo con tanta claridad las flechas amarillas que extraño y recuerdo. Y la gran diferencia es que esta vez el destino es único, pero los caminos, infinitos. Y que están atados a mi libertad, a veces más rebelde que obediente. Sería más fácil no errar, para no lastimar a mis compañeros. Podría multiplicar talentos de manera más fructífera. Podría ser mejor.

Y mi conciencia dibujó muchas veces flechas azules, naranjas y verdes, pero no siempre se impone con la autoridad absoluta de las flechas amarillas. Me reconozco débil e imperfecto. Chiquito e inmaduro. Caprichoso y pecador. Orgulloso y enroscado. Falto de prudencia, de templanza, de amor. Testarudo hasta el hartazgo. Ay Santiago, qué pesada herencia fue este nombre para los hijos del trueno. Si el camino es uno de perfeccionamiento y ascésis, todavía queda mucho camino por hacer. Y estas luchas, lejos de lo que se ve en lo superfluo, se dan en lo más hondo del propio ser. Y está bien que se den ahí, ya que su resultado destinará al ser, todo, para siempre. En mi caso, las únicas flechas que se presentan, siempre, como las amarillas, son las experiencias. Pareciera que necesito ver para creer. ¿Hay acaso signo de mayor testarudez?

Me sé amado así, como soy. No sólo por Dios, sino también por los que yo quiero. Eso me da tranquilidad y alegría. Y está bueno sentir "paz y bien", diría el Hermano Francisco. Pero también me siento incompleto. Quizás por eso soy un buscador. Y qué misterio inasible que es la vida. Un misterio infinito y, al menos para mí, increíblemente bello, que es lo que se da cuando se cruzan la verdad y el bien. Sí, un camino lleno de bienes y de cosas por aprender, repleto de amores y de verdades... Bellísimo. Nunca me voy a cansar de encontrarle sentidos nuevos y revitalizadores. Es imposible aburrirse acá.

Flechas amarillas... Si hay algo que extraño del Camino de Santiago, son las flechas amarillas. Como si acá no estuvieran, en todos lados, porque lo más increíble es que las flechas amarillas están también acá. Y quizás sea ese mi mayor aprendizaje. Saber descubrir en una mirada, en una decisión, en una película, en una casualidad, en un abrazo, en una pelea, en una comida, en una siesta, en una experiencia, en un dolor, en una día de sonrisas y de sol, en un aroma, en cada una de estas cosas y de las muchas que son mi vida, una flecha amarilla. No pido mucho más que esto: luz para ver y fuerza para actuar. Me voy a poner un sindicato... Luz y Fuerza, es un buen nombre. Muy original en especial. De lo que sí estoy seguro es de que al final, mi camino va a estar totalmente marcado de flechas amarillas. Y que el recorrido que haya escogido, seguro que no el mejor de los recorridos posibles, pero el mío al fin, va a haber sido caminado en compañía, incluso en aquellos momentos cuando estuve perdido, siempre. De eso se trata, peregrinos, de descubrirnos siempre, siempre, siempre, incluso en los momentos que no hayamos compartido nunca con nadie, esos que esconderíamos humillados, siempre acompañados. Flechas amarillas.

Y, al final, bañados en lágrimas de emoción, vamos a llegar, juntos, al destino. Peregrinos, ¡Buen Camino!


lunes, 18 de febrero de 2013

Por una meritocracia inclusiva y humana

Muchos hemos escuchado, en diferentes ámbitos, alguna de las siguientes frases: 

"Al que madruga, Dios lo ayuda".

Con un poco más de rima: "Alcanza quien no se cansa".

"No hay rosas sin espinas" en los ambientes religiosos. 

Los que alguna vez fueron a la NASA o estudiaron latín quizás hayan escuchado: "Ad astra, per aspera" (hacia el cielo/los astros, mediante/a través de lo aspero/el esfuerzo)

Algunas más contemporáneas, como "el único lugar donde el éxito aparece antes que el trabajo/sacrificio es en el diccionario". 

Pero el concepto es viejo, ya Sófocles, allá unos cuantos siglos antes de la venida de Dios, encarnado en humilde carpintero, decía algo así como que el éxito de una empresa depende del esfuerzo que se le pone. Aristóteles hablaba de hábitos y varias escuelas filosóficas desde entonces nos invitan a tomar un camino donde nos esforcemos por lograr nuestras metas. 

En el fondo, el mensaje de muchos de estos lugares comunes, refranes populares, adagios y resabios de cultura antigua hecha cultura actual es que hay una conexión intrínseca entre el esfuerzo y los buenos resultados. Me parece que, en líneas generales, el principio es poco problemático. Sí, dependés de la suerte, quizás te sacás el gordo de Navidad, por ahí te esforzaste mucho pero no lograste lo que te proponías. Hay excepciones. Miles. Pero, en general, creo que muchos estaríamos dispuestos a afirmar que la conexión es clara. 

Ayer salió una nota en la sección de Enfoques del diario La Nación (cuya lectura recomiendo) planteando que la meritocracia, como sistema de incentivo para el máximo desarrollo de una persona, está en crisis.

Quiero escribir sobre este tema. 

Pareciera que en este debate hubiera un trade off: o bien aceptamos una competencia donde los mejores alcanzan los puestos para las élites y los restantes se acomodan (si pueden) en los puestos que quedan, o bien trabajamos por la inclusión, el modelo por el cual todos, a pesar de sus muchas diferencias, obtienen un puesto determinado y nadie es excluido. 

Pateo el tablero en la primera jugada: nunca lo plantearía así. Me parece que no hay necesidad de optar entre la una y la otra, como si, en términos lógicos, se tratara de una disyunción exclusiva. Yo creo que, en Educación, puede haber un modelo inclusivo y, a la vez, meritocrático 

Fácil decirlo, pero, ¿cómo? 

En el fondo, cualquier sistema social tiene que ser, fundamentalmente, justo. Si lo miramos como un trade off, ninguna de las dos opciones logra alcanzar la Justicia por sí misma. Al menos a mí, me parece igualmente injusto dejar a mucha gente excluida del sistema porque no se amolda a las exigentes variables que se les imponen, como dejar a mucha gente desarrollada "por la mitad" (no al máximo), en pos de que todos puedan alcanzar un nivel relativamente similar de desarrollo. Además, esta inclusión no se da, porque cuando el sector público normaliza, igualando un poco para abajo, la gente que puede, que busca "lo mejor" para sus hijos, migra al sector privado, donde se les exige "en la medida de sus capacidades", profundizando así la desigualdad de oportunidades. La solución no está en elegir entre la una y la otra, sino en combinar. Veamos cómo. 

La meritocracia absoluta, para poder justificarse (o sea, ser un sistema considerado "justo") surge de un presupuesto que es erróneo: que es que todos tienen las mismas oportunidades. Si no las tuvieran, la meritocracia, tal como sugiere uno de los entrevistados en la nota, "es una ideología que justifica moralmente que haya algunos que tienen mejores puestos y responsabiliza a los más débiles de sus malos resultados". Yo agregaría, es una manera mediante la cual los poderosos mantienen el poder de manera institucional. No parece muy justo. Si bien es mejor que la portación de apellido o de billetera, está lejos de ser un sistema deseable per se

Sin embargo, la inclusión por la inclusión misma, tampoco es una gran solución. ¿Qué sentido hay en que personas con diferentes capacidades compartan exactamente los mismos contenidos durante una clase? El alumno interesado y trabajador y el vago e irresponsable; el que lee las lecciones y estudia y el que habla sin cesar y se comporta inadecuadamente; el que entiende rápidamente y se aburre de los ritmos lentos de sus compañeros y los lentos compañeros que ni siquiera alcanzan el nivel más simple a pesar de sus esfuerzos... ¿Nivelamos para abajo, así todos alcanzan el mismo nivel y nadie es excluido? Es un riego grande, más cuando los educandos llegan con falencias (casi existenciales) a muchas escuelas hoy en día. Nivelar al nivel al que todos puedan avanzar de igual manera, quiere decir, en términos concretos, que haya alumnos que aprendan a leer en cuarto, quinto y hasta sexto grado. Creánme, lo vi. Y en la Ciudad de Buenos Aires, el distrito más rico de un país bastante desarrollado, a pesar de nosotros, sus ciudadanos. Separar "por nivel" es una peor idea, porque los peores alumnos andan mucho mejor cuando se los pone a trabajar con los mejores, no cuando se los aísla en un grupo de pares, que presentan iguales dificultades para el aprendizaje. En Educación estas cosas ya están estudiadas. 

En ninguna de las dos alternativas se le da a los alumnos lo justo, lo que les corresponde. Ahora bien, también es cierto que las personas nunca van a ser absolutamente iguales (por suerte), sino que todos somos diferentes y, esas diferencias, pueden ser a la vez motivo de conflicto como de enriquecimiento mutuo, dependiendo de cómo las llevemos, qué actitudes tengamos y qué tan diferentes seamos. Estas diferencias van a marcar, de una u otra forma, cualquier proceso competitivo que embarquemos. Por eso, lo primero que hay que hacer, es igualar. Porque por más que tengamos diferencias fundamentales: un cierto carácter y temperamento, una determinada familia, una herencia cultural, una red de contactos sociales, la posibilidad de viajar, etc. se puede trabajar para igualar a las personas sacando lo mejor de cada una. Trabajar por la igualdad de oportunidades es el leitmotiv (si el arte me presta el término) de la política. Los políticos tienen que trabajar para igualar oportunidades. Porque la única meritocracia posible es aquella que nace de oportunidades, sino iguales, al menos análogas. Más que echarle la culpa a la meritocracia, se la echaría a la política. La meritocracia se convierte en un sistema muy injusto si la política no iguala oportunidades. Políticos, al banquillo. Háganse cargo. 

Pero no sólo ellos. (me tomé la libertad de modificar este párrafo de la entrada, a raíz de un consejo de mi amigo Martín Grassi. Gracias Martín). Sin citar ejemplos específicos, ni temas de actualidad, cosa que puede enervar las pasiones de los menos templados, preguntémonos si todos los grupos sociales están dispuestos a cambiar el statu quo. ¿Los están las élites? ¿Están dispuestas a dejar lugar a una competencia meritocrática real? ¿Lo está la oposición? ¿Los grupos económicos? ¿Los docentes, que tendrán que redoblar sus esfuerzos en las zonas de mayor marginalidad? ¿La sociedad, que verá cómo muchos recursos se ponen al servicio de los que, objetivamente, menos aportan en términos reales al presupuesto del país o de un distrito en particular? Son preguntas que nos tenemos que hacer, porque igualar oportunidades es deber de la política, pero también del resto de la sociedad. 

Algunas ideas que se me ocurren para igualar oportunidades (en, por ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires) serían: asignar presupuestos exclusivos, y abultados, a los barrios más pobres de la ciudad. Darles prioridad en los servicios fundamentales. Apostar a que haya mayor seguridad, iluminación, asfaltado, mejor transporte y más espacios de recreación públicos. Pagarle mejor a los docentes que trabajan en los barrios más carenciados. Universalizar el acceso a la educación inicial, para que exista oferta para todos lo niños desde los 45 días en adelante. Dar bonos para alimentación, después de todo, somos lo que comemos. Erradicar las villas: dando títulos de propiedad y construyendo vivienda social. Hay miles más. Con todo esto, no se les da "más", sino que se los iguala. Y eso, por más que haga ruido, es el deber de todo político. De izquierda, de derecha, de arriba y de abajo. 

Igualar las oportunidades, cosa que nos va a tomar un tiempo, pero tampoco décadas y generaciones, siempre que haya voluntad política y apoyo popular, es, en mi opinión, requisito sine qua non de la meritocracia. 

Una vez igualadas... El mejor sistema de incentivos es la meritocracia. Y pregúntenle a los economistas si les quedan dudas, pero solemos manejarnos en muchos ámbitos por incentivos. Eso no nos hace malos ni interesados, nos hace humanos. Hace sólo dos días, en un asado, un amigo me decía: "si te vas a sacar un diez sin estudiar, ¿para qué estudiar?". Y tiene razón. Ningún niño ni adolescente va a estudiar porque si estudia el conjunto de sus compañeros se van a beneficiar por su mayor inteligencia. Lo va a hacer para evitar la mala nota, que le significa un reto y volver a estudiar en una época de calor y descanso. O lo va a hacer para alcanzar una meta personal. Conozco mucha gente que se queja por el mal servicio del Estado. Bueno, dejenme decirles que es el sistema menos meritocrático de la sociedad argentina. Es un ámbito donde se auto-seleccionaron las personas que sienten mayor aversión al riesgo (esas que prefieren un trabajo estable a uno donde pueden crecer si se esfuerzan más). Una vez que sos empleado de la planta permanente, el inicio de un sumario es un riesgo excepcionalmente bajo, fruto de una negligencia casi malintencionada. O sea, es imposible que te echen. Todas estas características "invitan" al poco esfuerzo. Donde dice "sacarse un diez" debería decir "cobrar": "si voy a cobrar sin esforzarme, ¿para qué esforzarme?". El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. 

Conscientes de las consecuencias de la ausencia de meritocracia, está claro que es preferible el esfuerzo a la igualación. Después de todo, en el caso de una emergencia, ¿preferiría ser atendido por el mejor médico de guardia o por aquel que, por una cuestión de cupo (supongamos que es parte de una minoría étnica) obtuvo su título universitario? Me parece a mí que la solución hubiese sido darle iguales oportunidades a todos y después hacerlos competir. 

En fin. Me parece que es un debate que tiene muchas aristas, pero que sería bueno, para el debate y para la sociedad, que lo discutiéramos sin ropajes ideológicos, con mucha honestidad intelectual y a cara lavada. 

Un último punto, me parece que la meritocracia está en crisis porque las instituciones fueron gobernadas por las élites que mejores logros intelectuales alcanzaron. Desde el humanismo, sin embargo, hace más o menos 2000 años que se insiste en la idea de que no somos sólo intelectuales, sino también afectivos, sociales, sexuados, entre varias otras características. Si tomáramos nota de estas otras características, podríamos apuntar a una meritocracia más humana y menos intelectualista, demasiado atenta a los resultados de pruebas estandarizadas y que perdió de foco a las personas a las que evalúa. Personas que cuando bajan el lápiz, antes de que sus exámenes sean corregidos por una máquina, son líderes de un grupito de amigos, hacen deporte y trabajan en equipo, ayudan en un comedor, son buenas personas, están pasando un mal momento afectivo por la pérdida de un abuelo, tocan la guitarra, y, básicamente, enriquecen las otras muchas facetas que conforman su persona. Ojalá la meritocracia sea inclusiva y, sobre todo, más humana, atendiendo el desarrollo pleno del hombre y no sólo de su cerebro. 

La nota de La Nación es muy buena y concluye en una posición interesante y con la que estoy en parte de acuerdo: el sistema puede mantenerse, siempre que se le de la oportunidad de integrarse a quienes no alcanzan los méritos suficientes para ocupar una posición de élite. Estoy seguro que si son incluidos desde el principio y se busca un desarrollo más integral, van a ser poquísimos quienes estén en esa situación. Todos aquellos que, por cualquier tipo de limitación o incapacidad quedaran fuera de este sistema, deben ser incluidos solidariamente. Una sociedad inclusiva y justa sólo lo es cuando todos sus miembros, más allá de su condición, encuentran un lugar. Como homenaje a un grande, cierro con una de sus frases, "por lo menos, así lo veo yo".