
Ochocientos kilómetros separan Roncesvalles, en el límite de la frontera entre España y Francia, esa frontera separada por los Pirineos, de mi destino final: Santiago de Compostela, donde está, supuestamente, la tumba del Apóstol Santiago. En hebreo, Santiago se dice "Jacob", por lo que el camino también es conocido como "camino jacobeo". Parece que este apóstol, pescador, hermano de Juan, el discípulo preferido, era muy malhumorado y temperamental, motivo por el cual Jesús lo llamaba "hijo del trueno". Evidentemente, algunas características son inherentes al nombre. A pesar de estar haciendo un viaje que soñé, me levanto malhumorado y estoy enojado con estos alemanes tan enérgicos y ruidosos.
Me sorprende lo rápido que me visto, en esa oscuridad que se suma a mis muchas dificultades naturales para ver con claridad. En pocos minutos estoy listo, con la mochila puesta y dispuesto para partir. En los bolsillos de la campera llevo un par de bananas, un chocolate y pan. Son algo así como mis provisiones para la primera etapa del Camino, que consta de unos 22 kilómetros por el bosque y los pueblos de la montaña.
Según la Tradición, después de Pentecostés, Santiago partió para Hispania, una provincia romana donde evangelizó por varios años. En términos humanos, le fue realmente mal: siete conversiones. Mientras Pablo, unos años más tarde, le escribía cartas a comunidades enteras, el testarudo de Santiago seguía intentando convertir a algún que otro gallego (aclaro, estaba en la región de Galicia, por eso el gentilicio). Según la Tradición, tuvo la mala idea de volver a Jerusalén justo cuando Herodes Agripa había ordenado perseguir a los cristianos. Le cortaron la cabeza. Sus discípulos, pocos pero buenos, lo llevaron en una mítica barca de piedra a través del Mediterráneo, escoltados por ángeles, hasta donde hoy se encuentra la ciudad de Santiago de Compostela. Sin embargo, por ocho siglos su tumba permanecería en el anonimato más absoluto, hasta que fuera descubierta por un ermitaño, llamado Pelayo, que declaró ver luces en la mitad del campo, durante una noche. Al investigar, encontraron la tumba de un hombre decapitado, con algunos signos de que se trataría de la tumba de Santiago. En menos tiempo que más, se convirtió en el tercer punto de peregrinación del cristianismo, detrás de Jerusalén y Roma.
Pasemos en limpio, caminar ochocientos kilómetros hasta la tumba de un tipo descabezado. Un tipo que, incluso hoy, nadie sabe bien quién fue, ya que hay abiertos varios debates sobre la autenticidad del hallazgo. Además, dicen que los restos del hijo del trueno fueron escoltados hasta este lugar de descanso por ángeles, en una barca de... piedra... Buen plan Santi.
Lo más irónico es que estoy seguro de que la tumba del Apóstol está ahí, donde me han dicho que está, en el corazón de la Catedral de Santiago de Compostela. Y la quiero conocer, peregrinando.
Quizás no le haya ido tan mal a Santiago Apóstol en su evangelización. Después de todo, ahí estamos, cientos y miles de peregrinos, hace ya más de un mileno, recorriendo los mismos caminos, con el mismo destino... En los tiempos de Dios, siempre, todo, da fruto a su debido tiempo. Qué lindo misterio y qué lección de humildad.
Empiezo a caminar y todavía es de noche. Salgo con algunos compañeros que conocí el día anterior, cuando todos llegábamos, a la vez, a nuestro punto de partida. En el fondo, si bien estoy acompañado, me abraza un sentimiento de profunda soledad. Una soledad linda. Elegida. Necesaria. Todavía no sé que voy a caminar con estos compañeros durante dos semanas, enteras. Que los voy a tener que dejar, con profundo dolor, tanto físico como espiritual, luego de lesionarme y sentir la carga de una tendinitis mal llevada por varias jornadas extenuantes. Porque con ellos descubrí que la vida te pone siempre a alguien al lado, pero así como llegan, también deben seguir. Que después de todo, no somos más que peregrinos en esta vida. Y quien ha peregrinado, sí que entiende esta imagen.
Al dejarlos, con un sentimiento de profundo pesar y hasta de miedo, angustiado por tener que estar, nuevamente, solo y de tener que volver a forjar nuevas relaciones -si es que podía seguir caminando, cosa que finalmente pude hacer-, entendí que estaba aprendiendo algo: debía caminar a mi propio ritmo. Es lindo caminar con amigos. Podés charlar, discutir, compartir, limpiar el corazón. Pero cada uno tiene su propio ritmo, tanto interno como de marcha. Al obligarme a ir un poco más rápido de lo que podía aparecieron las ampollas. Al principio fueron un par, después dos pares y, al final, hasta once... en un sólo pie. Pisar mal me llevó a hacer malos movimientos y los malos movimientos me causaron una tendinitis. El dolor se hizo, francamente, insoportable. Todavía hoy, cuatro años después, cuando corro mucho o hago un esfuerzo grande, siento una carga extra sobre el lugar de esa vieja lesión. Como un recordatorio, un aviso, "tomátelo con calma".
Un amigo me hospedó en la ciudad de León por una semana y la segunda parte del viaje, diez días para ser exacto, fue muy diferente. A mi ritmo, con mayor silencio. Fue otro camino, ni mejor, ni peor. Conocí otros muchos muy buenos compañeros, con quienes pude volver a compartir un poco del camino y de la vida. Pero el que había cambiado era yo.
Y como todo algún día termina, como siempre que nos ponemos una meta y somos los suficientemente testarudos para no aflojarle a los obstáculos, un día, después de veinticuatro de caminar y de seis de recuperar una lesión, sí, un día, entré bañado en lágrimas de emoción a Santiago. Qué lindo viaje. Conocí la tumba del Apóstol y recibí mi Compostelata, que es una especie de diploma por haber llegado. Comí muchas tartas de almendras y dormí más en tres días que en un mes de caminata.
Los paisajes, las personas, los momentos de introspección, el silencio, cada pueblo y ciudad, la comida, tan típica de cada región del norte español. Qué lindo fue el camino. Pero si tengo que pensar en aquello que más extraño, aquello que me hubiese gustado traerme a Buenos Aires, hacerlo mío, para siempre, no tengo ninguna duda: las flechas amarillas.
Y sí, si caminás ochocientos kilómetros y atravesás campos, pueblitos, montañas, ciudades, parajes desérticos, palacios e historias, monasterios y caminos en el bosque, con lluvias, tormentas, días en que el sol nos abrazaba y mañanas de intenso frío en el monte de Navarra... y sí, te podés perder, muchas veces. Sin embargo, no te perdés. O te perdés muy poco. Porque el Camino está lleno de flechas amarillas que te orientan y te ayudan a llegar a tu destino. Y cada vez que dudás sobre dónde estás y hacia dónde hay que seguir, en un árbol, en una piedra, en el suelo, en una pared, en el asfalto, en un palo, en una casa, en cualquier lado, aparece una señal, clara, indiscutible, evidente, que te indica hacia dónde seguir: es una flecha amarilla. Y los mojones del camino pierden importancia, para darle lugar solamente a las flechas.
Un poco como decía el Cardenal Newman, quien con mucha sabiduría le pedía al de Arriba que no le diera luz para todo el camino, pero sí mucha claridad para el próximo paso, así, tal cual, pasaba en el Camino.
Y hoy, varios años después, extraño mucho las flechas amarillas. Y me doy cuenta de que me pierdo más de lo que me gustaría. Sé que ya no camino por bosques inescrutables ni por parajes desolados. Pero me pierdo con mayor frecuencia y gravedad. Y esta vez, peregrino, el destino no es la tumba del Apóstol Santiago, sino la de Santiago, a secas, la tuya propia. En este camino que es la vida, perderse no es tan gracioso. Por más que siempre hay oportunidad para volver al Camino y que el haber andado errante es, a la vez, experiencia sobre lo que no quiero, ya no veo con tanta claridad las flechas amarillas que extraño y recuerdo. Y la gran diferencia es que esta vez el destino es único, pero los caminos, infinitos. Y que están atados a mi libertad, a veces más rebelde que obediente. Sería más fácil no errar, para no lastimar a mis compañeros. Podría multiplicar talentos de manera más fructífera. Podría ser mejor.
Y mi conciencia dibujó muchas veces flechas azules, naranjas y verdes, pero no siempre se impone con la autoridad absoluta de las flechas amarillas. Me reconozco débil e imperfecto. Chiquito e inmaduro. Caprichoso y pecador. Orgulloso y enroscado. Falto de prudencia, de templanza, de amor. Testarudo hasta el hartazgo. Ay Santiago, qué pesada herencia fue este nombre para los hijos del trueno. Si el camino es uno de perfeccionamiento y ascésis, todavía queda mucho camino por hacer. Y estas luchas, lejos de lo que se ve en lo superfluo, se dan en lo más hondo del propio ser. Y está bien que se den ahí, ya que su resultado destinará al ser, todo, para siempre. En mi caso, las únicas flechas que se presentan, siempre, como las amarillas, son las experiencias. Pareciera que necesito ver para creer. ¿Hay acaso signo de mayor testarudez?
Me sé amado así, como soy. No sólo por Dios, sino también por los que yo quiero. Eso me da tranquilidad y alegría. Y está bueno sentir "paz y bien", diría el Hermano Francisco. Pero también me siento incompleto. Quizás por eso soy un buscador. Y qué misterio inasible que es la vida. Un misterio infinito y, al menos para mí, increíblemente bello, que es lo que se da cuando se cruzan la verdad y el bien. Sí, un camino lleno de bienes y de cosas por aprender, repleto de amores y de verdades... Bellísimo. Nunca me voy a cansar de encontrarle sentidos nuevos y revitalizadores. Es imposible aburrirse acá.
Flechas amarillas... Si hay algo que extraño del Camino de Santiago, son las flechas amarillas. Como si acá no estuvieran, en todos lados, porque lo más increíble es que las flechas amarillas están también acá. Y quizás sea ese mi mayor aprendizaje. Saber descubrir en una mirada, en una decisión, en una película, en una casualidad, en un abrazo, en una pelea, en una comida, en una siesta, en una experiencia, en un dolor, en una día de sonrisas y de sol, en un aroma, en cada una de estas cosas y de las muchas que son mi vida, una flecha amarilla. No pido mucho más que esto: luz para ver y fuerza para actuar. Me voy a poner un sindicato... Luz y Fuerza, es un buen nombre. Muy original en especial. De lo que sí estoy seguro es de que al final, mi camino va a estar totalmente marcado de flechas amarillas. Y que el recorrido que haya escogido, seguro que no el mejor de los recorridos posibles, pero el mío al fin, va a haber sido caminado en compañía, incluso en aquellos momentos cuando estuve perdido, siempre. De eso se trata, peregrinos, de descubrirnos siempre, siempre, siempre, incluso en los momentos que no hayamos compartido nunca con nadie, esos que esconderíamos humillados, siempre acompañados. Flechas amarillas.
Y, al final, bañados en lágrimas de emoción, vamos a llegar, juntos, al destino. Peregrinos, ¡Buen Camino!