domingo, 20 de marzo de 2011

La última historia de Ramón, el historiador

(Esta entrada no es una reflexión sobre ningún tema. Tangencialmente, se relaciona con el tema de Religión y sexo propuesto en una entrada anterior y vuelve sobre el tema de la Iglesia y el sida. Pero tangencialmente, no más que eso. Porque es simplemente una historia. Una historia real y un poco triste. Nada más).


Hay lugares donde las historias cobran otra dimensión y tienen otro peso y otro sentido. Betania es uno de esos lugares.


Betania es un hogar que recibe personas enfermas de sida y que queda en Benavidez. Lo fundaron las misioneras de la caridad, que son las monjas de la orden de la madre Teresa.

Desde el Club Newman llegás a Betania en diez minutos. Queda sobre la calle Sarmiento, pasando el cementerio, a mano derecha.

Tiene un jardín grande y dos casas. Como suponen, son residencias simples y sin ningún lujo, pero dignas. Una, donde viven las monjas. Otra, donde viven los enfermos. Cada casa tiene, además de los baños, una capilla, un comedor y una cocina.

El régimen de la orden religiosa es duro. Una vez que las hermanas forman parte de la orden se van de su país de nacimiento por diez años. Las mueven regularmente de destino cada dos o tres años. A los diez años, vuelven durante un mes a visitar a su familia. Terminado el mes, otros diez años sirviendo a los pobres por el mundo. Y así. La mayoría de las monjas emanan paz, sencillez y alegría. Fueron capaces de llevar adelante un desprendimiento que es duro, pero que se nota que santifica. Las que llegué a conocer eran muy simpáticas y de nacionalidades un tanto exóticas: nigerianas, indias, bengalíes, junto con paraguayas, españolas, alemanas, etc.

Ni bien entrás a Betania sentís que estás en un lugar diferente. El tiempo corre con otro ritmo y se respira otro aire.

Las personas que son recibidas en el hogar son enfermos de sida que llegan, en general, en un estado casi terminal. La casa empezó a funcionar como hospicio, pero es un hecho que muchos de los enfermos sólo necesitan medicación y alguien que los atienda, por lo que lo más habitual es que a las tres o cuatro semanas seas testigo de una resurrección "natural". Engordan, empiezan a hablar, sonríen, interactúan. Muchos se revitalizan de tal manera que vuelven a ser personas activas y emprendedoras. Comparado con el estado en el cual llegan, créanme que es un milagro. No todos sobreviven, pero la mayoría sí. Betania es el lugar de los que, literalmente, "no tienen ni dónde caer muertos". Van a morir ahí porque no pueden seguir manteniéndolos en los hospitales; porque no pueden recibirlos en sus hogares -en algunos casos, porque no quieren recibirlos- o porque, simplemente, no tienen otro hogar que este hogar de monjas.

Un tema complicado respecto a esta enfermedad en particular es que cada paciente necesita un "cóctel" de medicamentos particular. Y encontrar la medida justa no es la tarea más simple del tratamiento. Como en todo, encontrar el justo medio toma trabajo y tiempo. El exceso y el defecto de medicación tienen efectos negativos sobre la salud de una persona. Los enfermos, hasta encontrar una dosis, sufren.

Empecé acompañando a mamá, quien se había ofrecido como voluntaria para ir a cocinar una o dos veces a la semana. Iba con una amiga y se habían dividido el trabajo de preparar la comida junto con otros cinco o seis voluntarios.

Admito que, al principio, me sentía incómodo y nervioso. En la casa sólo hay hombres. Muchos de ellos son homosexuales, otros tantos ex adictos. A los diecinueve años, cuando empecé a ir a Betania, homosexualidad y drogadicción eran dos temas tabú, de los que no sabía mucho. Personalmente, exceptuando a la gente que conocí allí, no conocía a ninguna otra persona ni homosexual ni que haya sido drogadicta.

Durante varias semanas me limité a darle una mano a "las señoras" en la cocina. Todo lo que aprendí en esa época, lo olvidé rapidísimo. La cocina no es mi fuerte. Prefiero el comedor. Y dicho y hecho. "Falta uno para el truco pibe, ¿querés jugar? Podés salir de la cocina si querés eh, acá ya atamos a los que muerden" - me dijo uno de los muchachos, mientras reía. "Bueno, dale, ¿se apuesta o las monjas no te dejan?" retruqué, para ponerle un poco de picante al asunto. Y así fue como, casi sin darme cuenta, empecé a relacionarme con todos los hombres de la casa.

Y sí, algunos de los muchachos me daban unos besos de bienvenida un poco más cariñosos de lo que yo hubiese preferido, pero, exceptuando los momentos de saludo y despedida, la pasaba realmente bien. Algunos me contaban historias increíbles. Otros, alguna anécdota personal. Chistes, siempre. Las historias de vida de los muchachos eran más entretenidas que una película de acción. Cuentos que, para mí, eran de otro mundo. Boliches, fiestas, "viajes", sexo. Nadie, nunca, me dijo que no se había expuesto al riesgo de enfermarse. Tenían noción de que una vida de exceso implica riesgos y pocos se arrepentían de haber vivido su vida como lo habían hecho. Con la frescura típica de alguien que no mide del todo el peso de sus palabras, se me solían escapar expresiones como: "bueno, jodete, con la joda que tuviste". Ellos se reían, yo también.

Al tiempo entró un ex camionero, con quien solíamos tocar la guitarra y hablar de Los Redondos y los Stones. No me voy a olvidar de un día en que las monjas preparaban la casa para una fiesta religiosa y los muchachos disfrazaban las imágenes de santos y María´s y "Jesuses". Las monjas, que con ellos a veces tenían que ser estrictas (no es fácil ser mujer, extranjera y llevar la batuta en una casa con treinta hombres acostumbrados a vivir a su manera), no podían parar de reírse.

Con los meses aprendí a tener una buena relación sabiendo mantener una sana distancia. No por el miedo al potencial "beso de despedida", sino porque de vez en cuando pasaba que, al llegar, alguno de los muchachos no estuviera. Y eso era doloroso y triste. Más para un adolescente que sólo había perdido un abuelo y dos perros en toda su vida. La muerte me parecía (y claro que me sigue pareciendo) un misterio doloroso.

Entre guitarras, charlas, chistes y trucos, tengo que admitir que ir a Betania era un gran programa de martes al mediodía. Nunca hablé mucho de esta experiencia, que me guardé para mí en gran medida. No sé si fue egoísmo, no sé, pero necesitaba mantenerlo para mí y eso hacía.

Hay muchas anécdotas para relatar, algunas divertidas, otras no tanto. Betania es un universo de historias por develar y descubrir.

Caminando por uno de los pasillos de la casa, una de las hermanas me pidió que le diera una mano. Estaba dentro de uno de los cuartos, lugar al que nunca había entrado. Es que en los cuartos estaban los enfermos que más sufrían y que estaban cerca de la muerte, por lo que no era el lugar que más frecuentaba. La hermana le estaba cambiando los vendajes a un hombre que tendría unos cuarenta años. "Pasame esa botellita con alcohol Santi". Obedecí rápidamente. Me quería ir. Estaba incómodo. Al entrar, recordé porqué no frecuentaba los cuartos del hogar. "¿Algo más hermana?" - pregunté, haciendo obvia mi intención. "Me podés dar algo de charla" - dijo el hombre, con una voz que me sorprendió por su entereza. Así, lo conocí a Ramón.

Había estado casado. Había estudiado una carrera universitaria. Trabajaba en colegios y en la universidad. Amaba contar historias y educar. A diferencia de las otras personas que había conocido en el hogar, me podía identificar con Ramón. Ramón podría haber sido yo y yo podría haber sido Ramón. Me unió un fuerte sentimiento de empatía. Y de ahí en más, semana tras semana, me reservaba, por lo menos, media hora para charlar con él.

Mamá estaba embaraza de Pedro, motivo por el cual el médico le había prohibido estrictamente seguir yendo al hogar. Es que, lamentablemente, el sida baja las defensas del cuerpo y los muchachos solían enfermarse de muchas cosas. Para una mujer embarazada, un hogar de enfermos de sida no es el lugar de voluntariado ideal. Por un tiempo mamá no obedeció, tiempo en el cual fui conociendo más a Ramón, que era historiador, y como tal, me contó la triste historia de su vida. Ninguno de los dos sabía que esa iba a ser, también, la última historia que iba a contar.

Me contó sobre su infancia y su adolescencia. Sobre las cosas que le gustaba hacer. Sobre el río. Me habló sobre sus padres, con ternura. Los había perdido durante su adolescencia y adultez. Me contó sobre el día en que se casó. Hijo único, su mujer era su familia y su mundo. Como yo no soy historiador, no puedo recordar muchos de los detalles de esta historia en particular. Aunque recuerdo aquellas partes que más me impactaron.

Un día se empezó a sentir mareado. Estaba cansado y decidió hacerse unos estudios de rutina. El médico lo llamó por teléfono, le dijo que no tenía que buscar los análisis por el laboratorio porque él ya los tenía en el consultorio. "Qué buen servicio el de esta prepaga" - pensó. Pero el médíco tenía la peor noticia. Había que hacer otro examen porque no estaba claro el resultado del HIV. "Es imposible Dr., no recibí transfusiones, no me drogo, estoy casado. No se preocupe, debe ser un problema del laboratorio". El resultado del segundo análisis lo devastó. "¿Hace cuánto estoy enfermo Dr.?" Estaba desesperado. Llamó a su mujer, lloró. Le prometió que nunca le había sido infiel, que no encontraba explicación para esta situación. Ella también lloró. Y confesó. Había tenido una aventura. No se había cuidado. Cuando se enteró, ya era tarde. El contagio era imposible de evitar. Doble dolor, doble golpe, doble humillación. Estar enfermo de sida es igual a aprender a convivir con la estigmatización social. Estar enfermo de sida y no tener la menor responsabilidad respecto a la causa del contagio, hace que las cosas sean doblemente injustas. Se divorciaron en poco tiempo.

Durante el divorcio, vendieron el departamento que les había costado una vida de trabajo y dividieron los bienes. Contrariamente a lo que uno podría pensar, la mujer no cedió en nada y Ramón, más angustiado que otra cosa, tenía el "sí fácil". La división no fue muy equitativa.

"Así es la vida Santi, de un día para el otro estaba solo, enfermo y triste". Fue la primera vez que lloré en el hogar. Se me escaparon unas lágrimas. El sentimiento de empatía se reforzó con la bronca que sentimos frente a una injusticia. No era justo. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene algo así?

Yo llevaba la guitarra. Él mencionaba cantautores cuyas canciones yo nunca sabía: Horacio Guaraní, Silvio Rodríguez y León Gieco eran sus preferidos. "No Ramón, una de los Redondos si querés". No entendía cómo no aprendía los acordes de las canciones de sus músicos preferidos. "Músicos comprometidos con las causas sociales" - me solía decir, intentando convencerme inútilmente.

Había estudiado en la UBA y, como todo historiador formado en la UBA, tenia muchas expectativas puestas en el sistema médico cubano. "El mejor del mundo" - pensaba. Y se fue a Cuba a hacer un tratamiento experimental. El sida no tiene cura, pero... No hay nada más fuerte que la ilusión en quien ya no tiene motivos para la esperanza. Tenía algunos miles de dólares que le quedaban de la venta de departamento y le pareció que no había mejor destino que invertirlos en esta posibilidad. Le hicieron un examen y otro. Transfusiones, estudios, charlas con médicos. Así, pasaron los meses y se fue agotando la plata. Cuando se quedó tan pobre como el resto de los cubanos, le explicaron que su situación era irreversible y que el tratamiento no había funcionado. Solo, enfermo, triste y quebrado. Llegó a Buenos Aires y, como todos los otros muchachos de la casa, "no tenía ni dónde caer muerto". Terminó en Betania.

"De todas las historias que conté en mi vida, y creeme que me sé la vida de muchos, la mía me parece la más triste". Esos comentarios me dolían. "Dale Ramón, ya vas a salir adelante, no seas amargo" - era mi intento de aliento. Es que a veces no hay mucho para decir. Ramón no había tenido ningún hijo, "ahora me doy cuenta lo pavo que fui, ahora que voy a dejar este mundo y que ya no permanezco". La sed de eternidad se manifiesta de muchas maneras, ¿no? Así fue como decidí escribir esta entrada, para no recordarte solo y para que tu vida no sea una historia más que se muere con el tiempo. "Qué ironía sería que fueras historiador y no tuvieras una buena historia para contar" - le decía yo. Ramón, moribundo, sonreía.

Su situación era complicada. Tosía. Tenía catarros. Estaba mal. Nunca hablamos de los detalles de las enfermedades que sus defensas bajas no combatían. No hacía falta. Su deterioro era evidente e inevitable.

Papá habló con mamá, decidieron no poner en riesgo el embarazo y ella ya no iba a venir más.

La última vez que fui al hogar, saludé a "Chuky", un chico en silla de ruedas que tenía ese apodo por las maldades que solía hacer por ahí, y apuré el paso en dirección al cuarto de Ramón. "No te apures grandote, que no te espera nadie hoy" - dijo Chuky. Y remató: "Ramón se te fue". "Otra de tus maldades petiso loco" - le dije sonriendo. No le creí porque Chuky había "matado" a Ramon varias veces antes, disfrutando mi cara de sorpresa y decepción. Siempre me sonreía y largaba una carcajada que realmente me hacía acordar a ese muñeco endemoniado de las películas de sábado a la noche. Pero esta vez no tenía la cara de pícaro que lo caracterizaba. Estaba serio. Bajé la cabeza porque había entendido todo. Entré al cuarto y vi la cama vacía. Más dolorosa que la muerte es la ausencia. Y no hay mejor signo de la falta que una cama que ya no carga a quien extrañás.

Se había ido.

De todas las historias que escuché en mi vida, la de Ramón me sigue pareciendo la más triste y, sobre todo, la más injusta. Un Job de la postmodernidad.

Su última gran lección fue que no todas las historias tienen final feliz. Que en esta vida hay cosas que son injustas y que los buenos, haciendo las cosas bien, también sufren. Me dolió su partida. Me sentí solo. Me había comprometido y había correspondido su apertura con amistad y presencia. Así, fue la primera vez que perdí a alguien que quería "de grande".

No murió solo. Las hermanas, como siempre, cumplieron santamente con su interminable vocación de servicio. "Murió en paz" - me aseguraron. Y yo, todavía hoy, les creo. Les quiero creer.

Un par de hermanas (no monjas, sino hermanas de sangre, que eran voluntarias y que habían perdido a un hermano enfermo de sida) me insistieron para que siguiera yendo. Intentaron "sobornarme" regalándome unos cd´s de Bob Marley que todavía conservo. Que estar con gente joven les hace bien. Que te necesitan y no se cuántas otras cosas. "Quedense tranquilas, ya voy a volver" - mentí.

Nunca, nunca más volví. El embarazo de mamá fue una buena excusa. Nada más que eso, una buena excusa.

El año pasado trabajé en dos colegios en General Pacheco. Pasaba tres veces por semana por la curva del cementerio de Benavidez. Entre los muchos recuerdos y sensaciones pude percibir ciertas ganas de volver. Un algo que me invitaba a pasar a saludar. "¿Saludar a quién?" - me preguntaba con esa ironía que hiere. Porque volver es empezar de nuevo. Betania es muerte y resurrección. Y quizás ahí radica su eterno atractivo. Te da la posibilidad de empezar siempre otra vez, desde el principio. Desconocido y anónimo. Definitivamente, un universo de historias por contar. Historias como la de Ramón, que esperan ser develadas y eternizadas.

4 comentarios:

  1. Que historia Ramon....no lloraste solo Osito, creeme...

    ResponderEliminar
  2. gracias por compartir la historia de Ramón, tampoco lloraron uds solos chicos...besos

    ResponderEliminar
  3. Me habías comentado en alguna oporunidad tus visitas al Hogar, pero al leer la historia de Ramón, por recomendacion de tu fiel seguidora Mariana, se me puso la piel de gallina.

    ResponderEliminar
  4. Bueno , en este momento de mi vida estoy pasando por lo mismo que vos ... pero se llama Jorge mi gran amigo y hermano en cristo , el nos unio de tal manera que tengo la esperanza que podra volver a la vida dando testimonio a muchas personas en esa situacion , no lo suelto ... no me suelta . Betania un lugar unico , un pedacito de cielo que al entrar no queres irte nunca mas ... Manuel se fue hace poco y nos pudimos despedir con la mirada y le regale unos mimos que le alcance hacer , jamas olvidare su mirada . A chuky le tengo mucho respeto , todavia no logre acercarme , el resto de los hombres me cuidan , me respetan , me miman y yo a ellos pero con Jorge nos une algo tan fuerte que se llama " MARIA " ambos estamos enamorados de ella que nos unio como dos eslabones para un proposito que Dios tiene en sus manos , en Jorge vi la palabra ESPERANZA y el en mi vio la RESURRECCION ...
    VOLVE ELLOS NOS NECESITAN , YO VOY LOS VIERNES Y EMPECE ESTE SABADO SANTO DE LA MANO DE LA MADRE TERESA .

    ResponderEliminar