lunes, 21 de febrero de 2011

La foto del viaje

Mientras volábamos de vuelta, entre una siesta y un rato de lectura, íbamos mirando las más de dos mil fotos que habíamos sacado, recordando distintos momentos, comentándolas y debatiendo sobre cuál era, a juicio de cada uno, la mejor.

No nos pusimos de acuerdo sobre cuál era la mejor foto del viaje. Hay muchas que son lindas. Hay algunas donde los dos salimos, definitivamente, mejor que en la que yo elegí. Hay paisajes más impresionantes, personajes más exóticos, momentos más significativos. Pero la foto que mejor resume nuestras andanzas por la India, es la que comparto con ustedes.

No es fácil resumir un viaje en una foto... 

El temporizador de mi cámara tiene dos opciones: dos y diez segundos... Les voy a contar una historia de diez segundos. 

¿Diez segundos? Sí, porque en este viaje, un día vale una semana. Y cincuenta días son un año de experiencias y recuerdos.

Lugar: los ghats de Varanasi. Si hay una ciudad que, para mí, es un resumen de la India, es Varanasi. Y si hay un lugar de Varanasi que es un símbolo de la ciudad, estás en los ghats. Los ghats donde pasa todo y se resume la vida. Los ghats que te enfrentan y te obligan a replantearte las preguntas fundamentales. 

Momento: 30 de Enero, a más de un mes de haber llegado. Porque a la India hay que ir con tiempo (cincuenta días, nos quedaron cortísimos). Porque acostumbrarse a cambios sociales y culturales tan grandes toma unos días, un par de semanas quizás. Empezar a disfrutar las diferencias, nos tomó prácticamente un mes.

Puse el trípode ridículamente chico -de diez centímetros- que llevo a todos los viajes sobre una pared de un metro y le pedí a Guada que se parara donde me parecía mejor, como para calcular el tamaño de nuestras figuras delante de los ghats. Las mujeres estaban lavando los saris y los chicos nos miraban y sonreían. El día estaba clarísimo, eran las dos de la tarde y hacía algo de calor para ser invierno. 

Apreté el disparador y corrí al lado de Guada. Recorrí los tres metros que nos separaban en dos segundos. Tenía diez segundos, pero igual quería llegar rápido y abrazarla. 

Faltaban ocho. Tiempo suficiente para que uno de los chicos, movido por la curiosidad típica de la niñez (y curiosidad que es también una nota a destacar de todos los hindúes), se acercara a la cámara y mirara la imagen por la pantalla. ¿En qué lugar del mundo vimos alguna vez un niño al que algo le llame la atención y no lo toque? No podía ser la excepción. Viró el trípode, casi tirando la cámara, se asustó y nos miró, sonriendo.

Si bien nuestra atención estaba puesta en la cámara, a la distancia podíamos ver de reojo la columna de humo que se levantaba desde el ghat de las cremaciones más pequeño. Algunas vacas deambulaban por ahí y varios hombres jugaban a las cartas. 

Faltaban tres segundos para inmortalizar el momento. El temporizador nos avisaba que el momento se acercaba mediante el brillo incesante y regular de una lámpara naranja que se prendía y apagaba contando cada segundo. 

Su madre le empezó a gritar. El chico, asustado, saltó, volviendo a casi tirar la cámara. Nosotros, relajados, nos reíamos de la situación que, accidentalmente, habíamos causado. La hermana del niño, que estaba cinco metros atrás nuestro, se dio cuenta de la situación y empezó a correr, a las carcajadas, mientras gritaba algo incomprensible por doble motivo: por estar en hindi y porque, al ser tan chiquita, se le entendía incluso menos que al resto. Una pareja de turistas miraba la situación mientras se les dibujaba una sonrisa en la cara (nunca supe si por la situación en sí o por el tamaño insólito del trípode que insisto en llevar a todos los viajes).

La India siempre te sorprende. Para bien o para mal, pero siempre te descoloca y te obliga a replantear las situaciones y los problemas. La foto es un signo de eso, por eso está torcida, por la curiosidad y la inocencia de un niño que yo no había visto, que casi tira la cámara dos veces en ocho segundos. Y está torcida porque muchas veces las cosas más lindas y que más amamos, no son las que mejor nos salen ni las más perfectas. La India es reírse ante los imprevistos y aprender a disfrutarlos. Es parte del programa y de la situación.

La luz naranja sigue marcando el curso de lo inevitable. Un segundo.

Era un día increíble, estábamos disfrutando un imprevisto, no temíamos que la máquina se golpeara. Estábamos juntos en una foto, cosa no siempre fácil de lograr en un viaje de a dos... Sonreíamos con naturalidad, no con la sonrisa a veces forzada que ponemos en las fotos así salen más lindas. La India en la ciudad más simbólica. Con niños en el medio y atrás, también sonriendo. A las dos de la tarde, a un mes de haber llegado. Los ghats y todo lo que implican y evocan. Los colores por doquier, los aromas que casi podemos volver a sentir. Desde Buenos Aires miro por la ventana la luna llena, sonrío, una lágrima traicionera se me escapa por el lagrimal izquierdo. La intensidad de las vivencias se resumen no en palabras, sino en el poder de esta imagen. La vuelvo a mirar y la India vive en mi cuarto, se me metió en el corazón. Sin permiso, invasiva, pasional, única, dolorosa, viva, tan humana. Tan lejos y tan cerca...


Flash. 












3 comentarios:

  1. Grosoo Santi!!! Muyy encantó lo que escribiste!! No leí todo, pero ya lo iré leyendo de a poquito!!
    Igual sale programa uno de estos días y nos cuentan todo!! Mandale un beso a Guada! Otro para vos! Iochi

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  2. Gracias Iochi! Le mandé un mensaje a Poli ayer justamente para proponerle eso. Cuando vuelva de Lanín nos pegan un llamado y arreglamos, dale? Un beso grande!

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  3. que meticuloso esa foto no está torcida!!

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